Mientras tanto, en la prisión de alta seguridad, Isabella era interrogada por Ricardo. La joven, que había vivido rodeada de lujos y poder, ahora se enfrentaba a la cruda realidad de sus acciones. Al principio, se mostró desafiante, pero la presión y el aislamiento comenzaron a hacer mella en ella. Ricardo, con una paciencia calculada, le mostró las pruebas de los crímenes del cartel, las vidas destruidas, la violencia. Isabella intentó desviar la culpa, usando su juventud y su supuesta ignorancia como escudo. Lloró, suplicó, e incluso intentó usar el nombre de su tío como una amenaza, insinuando que Ricardo no sabía con quién se estaba metiendo.
Elvira, desde la sala de observación contigua, veía la actuación de su hermana con una mezcla de pena y asco. La niña a la que había criado ya no existía. En su lugar había una extraña, una mujer joven cuya moral había sido erosionada por la ambición y la lealtad equivocada. Elvira recordó los años de sacrificio, las noches sin dormir preocupada por el futuro de Isabella, y sintió una profunda tristeza. Había sido tan tonta, tan ciega al no ver la oscuridad que crecía en el corazón de su propia hermana.
Decidida a obtener la verdad, Elvira entró en la sala de interrogatorios. Llevaba consigo una copia de la fotografía que había encontrado. Se paró frente a Isabella, su mirada firme y sin vacilar. Ignorando las protestas de Ricardo, puso la foto sobre la mesa.
"¿Qué sabes de esto, Isabella?" preguntó, su voz tranquila pero cargada de una autoridad que sorprendió a su hermana.
Isabella miró la foto y palideció. Intentó negarlo, pero sus ojos la traicionaron. Elvira insistió, su voz subiendo de tono.
"¡No me mientas! ¡Mi padre está en esa foto con un hombre que nuestro tío mandó matar! ¡Quiero la verdad!"
Fue entonces cuando Isabella se quebró. Entre sollozos, confesó. El cofre de madera, las cartas de su padre, las había robado por orden de su tío. Él temía que las cartas contuvieran información que lo incriminara en viejos crímenes, incluido el asesinato del hombre de la foto, un antiguo socio al que traicionó. El cofre, junto con su contenido, había sido quemado.
El dolor de la revelación fue agudo. No solo le habían robado su dinero y su seguridad, sino que habían destruido los últimos recuerdos tangibles de su padre. La rabia, pura y visceral, se apoderó de Elvira. Sin pensarlo, levantó la mano y abofeteó a Isabella con todas sus fuerzas. El sonido resonó en la pequeña habitación, un eco de años de amor traicionado.
"¿Cómo pudiste?" gritó Elvira, las lágrimas corriendo por su rostro. "¿Cómo pudiste quemar sus cartas? ¡Era lo único que me quedaba de él!"
Isabella, con la mejilla roja por el golpe, la miró con una mezcla de miedo y resentimiento. En lugar de mostrar remordimiento, intentó culpar a Elvira.
"¡Tú tienes la culpa! ¡Si no hubieras ido a buscar a tío, nada de esto habría pasado! ¡Él solo quería protegerme!"
En ese preciso momento, la puerta se abrió y entró el abogado del tío, un hombre de traje caro y sonrisa cínica. Al ver la situación, inmediatamente se puso del lado de Isabella, acusando a Elvira de agresión y coacción.
"Jefe Ricardo, usted es testigo. Mi cliente está siendo intimidada. Esta mujer está fuera de control", dijo el abogado, su voz untuosa y manipuladora.
Elvira se enfrentó a él, su dolor transformado en una furia fría.
"Tu cliente es un asesino y un ladrón, y mi hermana es su cómplice. Tengo pruebas", dijo, señalando la fotografía sobre la mesa.
El abogado miró la foto con desdén. "Una foto borrosa no prueba nada. Podría ser cualquiera. De hecho, parece que usted está tratando de incriminar a un hombre de negocios respetable para vengar una disputa familiar".
Elvira lo miró fijamente, sus ojos ardiendo. Describió con un detalle desgarrador el cofre de madera, las iniciales de su padre talladas en la tapa, el olor a cedro de las cartas, el tipo de papel, la tinta que su padre usaba. Cada palabra era un testimonio de su amor y su pérdida, una verdad tan palpable que llenó el silencio de la habitación.
"Ese cofre era el regalo de mi madre a mi padre en su aniversario. Contenía cada carta que él me escribió desde el frente. ¿Cree que se puede inventar un dolor así? ¿Cree que se puede fingir el recuerdo de la caligrafía de tu propio padre?"
El abogado, por un momento, se quedó sin palabras. Incluso Ricardo, que había permanecido en silencio, la miraba con una nueva admiración. La evidencia era circunstancial, pero la convicción de Elvira era abrumadora. El abogado, recuperando la compostura, intentó desviar la atención.
"Esto es irrelevante. Mi cliente ha prometido cooperar en la investigación más amplia. A cambio, esperamos que los cargos menores contra la señorita Isabella sean retirados".
La batalla acababa de comenzar, pero Elvira había encontrado su voz. Ya no era la víctima indefensa. Era la hija de un héroe, y lucharía por su memoria y por la justicia, sin importar el costo.