Un Amor Más Que Sangre
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Capítulo 3

Miré a Elena, luego a la mina, y después a los rostros asustados de los vecinos.

Tomé una respiración profunda.

«Mamá», dije con la mayor calma que pude reunir. «Voy a tomar su lugar».

El silencio se rompió con un coro de jadeos y exclamaciones.

«¡Sofía, no digas tonterías!».

«¡Estás loca! ¡No puedes hacer eso!».

«¡Es un suicidio!».

Elena negó con la cabeza frenéticamente, sus ojos desorbitados por el pánico.

«¡No! ¡De ninguna manera! ¡Te lo prohíbo, Sofía! ¡Prefiero morir yo!».

«Usted no va a morir», le aseguré, mi voz sin admitir discusión. «Usted ya ha sufrido demasiado. Yo sé lo que hago. Ricardo me enseñó algunas cosas sobre estos artefactos cuando aún era una persona decente. Sé cómo funciona el mecanismo de presión».

Era una media verdad. Ricardo, en sus días de soldado orgulloso, me había explicado la teoría, pero nunca lo había hecho en la práctica. Sin embargo, tenía una ventaja que nadie más poseía: el recuerdo de mi muerte anterior. Sabía que el intercambio era posible.

«Por favor, mamá. Confíe en mí», le supliqué. «Deslice su pie hacia atrás, muy, muy lentamente. Yo pondré el mío exactamente en el mismo lugar. No debe haber ni un segundo de diferencia. El peso debe transferirse sin que el plato de presión se levante».

Los vecinos protestaban, pero mi determinación los silenció. Vieron en mis ojos que mi decisión era irrevocable.

Elena lloraba desconsoladamente.

«No puedo, hija. No puedo pedirte esto».

«No me lo está pidiendo. Se lo estoy dando», le dije con suavidad. «Es mi turno de cuidarla, mamá. Por favor».

Hubo una larga y terrible pausa. El único sonido era el viento silbando entre los matorrales secos y los sollozos de Elena.

Finalmente, asintió, derrotada.

«Está bien», susurró.

Me arrodillé frente a ella, con el corazón martillándome en el pecho.

Miré la suela de su zapato, memorizando cada centímetro de su posición sobre la tierra.

«Ahora, mamá. Muy despacio. Cuando yo le diga».

El mundo entero pareció desaparecer. Solo existíamos nosotras dos y el metal mortal bajo la tierra. El silencio era tan denso que dolía en los oídos.

«Ahora», susurré.

Vi cómo su pie comenzaba a deslizarse hacia atrás con una lentitud agónica.

Al mismo tiempo, moví mi propio pie hacia adelante.

Era un baile macabro, una coreografía de vida o muerte.

Centímetro a centímetro.

El sudor me empapaba la frente y se metía en mis ojos, pero no parpadeé.

Mi zapato tocó el suyo.

Sentí el borde duro del plato de presión bajo mi suela.

«Siga», le ordené.

Su pie se liberó.

Mi peso se asentó por completo.

Un segundo "clic", casi imperceptible, confirmó que el mecanismo seguía activado.

Estaba atrapada.

Pero Elena estaba libre.

Se tambaleó hacia atrás y cayó de rodillas sobre la tierra, llorando de alivio y de horror al mismo tiempo.

Los vecinos soltaron el aire que habían estado conteniendo.

Me quedé inmóvil, sintiendo la vibración del resorte bajo mi pie, un monstruo dormido que podía despertar con el más mínimo error.

Elena, desde el suelo, sacó su teléfono de nuevo, sus manos temblorosas marcando el número de su hijo una vez más.

Una parte de mí sabía que era inútil, pero la madre en ella se negaba a rendirse, aferrándose a la última y más tonta de las esperanzas.

            
            

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