"Y la beca de honor en música, el sueño para cualquier joven talento, es para... ¡Santiago Vargas!"
El nombre resonó en el silencio. No era Mateo. No era mi hijo.
A mi lado, sentí cómo el cuerpo de Mateo se tensaba, su mano, que sostenía con fuerza la mía, se quedó helada. Sus ojos, antes llenos de una luz brillante, se apagaron de golpe.
Había trabajado tanto. Noches sin dormir, dedos gastados en las cuerdas de una guitarra vieja, el alma entera puesta en cada nota. Y lo había conseguido, la carta de aceptación y la beca estaban en nuestra casa, sobre la mesita de noche, como un tesoro sagrado.
Pero ahora, ese tesoro era de otro. Del hijo del político.
La gente empezó a aplaudir. Ricardo abrazó al muchacho, Santiago, y luego a la mujer, su nueva "compañera" . Eran la imagen de una familia perfecta y poderosa.
Entonces, el director, con una voz incómoda, añadió algo más.
"Lamentamos informar que ha habido un intento de fraude, la familia de otro aspirante intentó manipular el proceso. Afortunadamente, se ha resuelto gracias a la integridad de la familia Vargas."
Las miradas se giraron hacia nosotros. Cuchicheos, risas ahogadas.
"Míralos, son ellos."
"Una familia de la calle, queriendo colarse."
"Qué vergüenza."
La humillación era un golpe físico, me dejó sin aire. Ricardo ni siquiera nos miró, su rostro era una máscara de indiferencia. Nos había vendido, nos había sacrificado para quedar bien con sus nuevos amigos poderosos.
Tomé a Mateo de la mano y lo saqué de allí, caminando entre las miradas de desprecio. No dije nada, no podía. Las palabras se me habían atorado en la garganta junto con las lágrimas.
Llegamos a nuestro pequeño departamento en el barrio humilde, un mundo de distancia del lujo de esa escuela. Mateo fue directo a su cuarto y cerró la puerta.
El silencio en la casa era pesado, asfixiante.
Horas después, un sexto sentido, esa alarma que solo tenemos las madres, me hizo levantarme. Fui a su cuarto. La puerta estaba cerrada con llave.
"¿Mateo? Mijo, ábreme."
Silencio.
"Mateo, por favor."
El pánico empezó a subir por mi cuerpo como una marea helada. Empecé a golpear la puerta con el hombro, una y otra vez, gritando su nombre.
Finalmente, la vieja cerradura cedió.
Lo vi tirado en el suelo, pálido, con un frasco de pastillas vacío a su lado.
Mi mundo se vino abajo. El grito que salió de mi garganta no era humano. Era el sonido de un animal herido, el sonido de un corazón rompiéndose en mil pedazos.
Mientras esperaba la ambulancia, con su cabeza en mi regazo, una desesperación negra me envolvió. Lo había perdido todo. Mi pareja, mi dignidad, y ahora, casi pierdo a mi hijo.
En ese abismo de dolor, un recuerdo vago apareció en mi mente. Una caja de madera vieja que me dejó mi abuela antes de morir. Nunca le había prestado atención. Contenía un viejo álbum de fotos y unas cartas amarrillentas.
Algo en mi interior, una chispa de instinto de supervivencia, me dijo que esa caja era mi única esperanza.
Cuando los paramédicos se llevaron a Mateo, corrí a buscarla. La abrí con manos temblorosas. Las fotos eran viejas, en blanco y negro. Hombres y mujeres con rifles y miradas de acero. Mi bisabuelo, un revolucionario. Y entre las cartas, una conexión, un nombre que lo cambiaba todo. Una conexión oculta con una figura clave en la historia de México, alguien cuyo legado de justicia aún resonaba.
En ese momento, la desesperación se transformó en una furia fría y clara. No iban a destruir a mi hijo. No iban a pisotearnos y salirse con la suya.
Con el álbum en la mano, tomé una decisión. No iba a esconderme. No iba a llorar más.
Iba a luchar.
Me planté frente a la Secretaría de Cultura, un edificio imponente que representaba todo el poder que me había aplastado. Esperé, con el álbum presionado contra mi pecho.
No tardaron en llegar. Dos hombres grandes, con cara de pocos amigos, salieron de un coche negro. Eran los matones del político.
"Lárgate de aquí, señora. No queremos problemas."
"No me voy hasta que se haga justicia para mi hijo."
El hombre se rio. Me arrebató el álbum de las manos y lo tiró al suelo. Las páginas se rompieron, las fotos de mis ancestros se esparcieron por la acera sucia.
"La justicia es para quien puede pagarla," dijo, y me empujó. Caí de rodillas.
Cuando levantó la mano para golpearme, una voz autoritaria resonó a nuestras espaldas.
"¿Qué está pasando aquí?"
Un hombre de traje, con una mirada penetrante, bajaba de un coche oficial. Era un alto funcionario del gobierno. Miró a los matones, luego el álbum destrozado en el suelo, y finalmente a mí.
Sus ojos se detuvieron en una foto que había quedado boca arriba. La foto de mi bisabuelo.
El funcionario se quedó pálido. Se agachó, recogió la foto con un cuidado reverencial y me miró, esta vez con una expresión de incredulidad y respeto.
"¿Usted es familia de él?"
En ese instante, supe que la balanza de la justicia, por primera vez en mucho tiempo, empezaba a inclinarse a mi favor. La esperanza, una pequeña y temblorosa llama, volvió a encenderse en mi corazón.