Lo primero que hice fue comprarle a Mateo una guitarra nueva. No una de lujo, pero sí una de buena madera, con un sonido claro y profundo. Ver sus ojos brillar al tocar los primeros acordes fue como ver florecer una planta que creía muerta.
Mateo volvió a la escuela de arte. Al principio, fue difícil. Algunos lo miraban con curiosidad, otros con lástima. Pero su talento hablaba por él. Cuando tocaba la guitarra, el silencio se apoderaba de las aulas. La música era su voz, su forma de contar todo lo que había sufrido y todo lo que soñaba.
Poco a poco, empezó a hacer amigos. Jóvenes artistas como él, apasionados y un poco locos, que lo aceptaron sin preguntas. Lo vi reír de nuevo, una risa limpia y sincera que yo creía haber perdido para siempre.
Yo también empecé a reconstruir mi vida. Con el dinero que nos quedaba, monté un pequeño negocio de comida. Cocinar siempre había sido mi pasión. Preparaba los platillos que mi abuela me enseñó, comida casera, con sabor a hogar. Empecé vendiendo a los vecinos, luego a las oficinas cercanas. El negocio, poco a poco, comenzó a crecer.
El Licenciado Morales se mantuvo en contacto. De vez en cuando, llamaba para saber cómo estaba Mateo. Se había convertido en una especie de ángel guardián para nosotros. Gracias a él, supe que el juicio contra el político Vargas avanzaba y que Ricardo estaba hundido en una espiral de deudas y escándalos. Su carrera estaba acabada.
Una tarde, mientras atendía mi puesto de comida, un hombre se acercó. Era alto, de aspecto amable, y llevaba una camiseta de una organización de veteranos.
"Huele delicioso, señora," dijo con una sonrisa.
"Gracias. ¿Qué le sirvo?"
Pidió unas enchiladas y se sentó en una de las mesitas que yo había puesto en la banqueta. Comió en silencio, con gusto. Cuando terminó, se acercó a pagarme.
"Estuvieron increíbles," dijo. "Me recuerdan a la comida de mi madre."
Nos quedamos platicando un rato. Se llamaba Antonio, era un ex-militar que ahora trabajaba en una organización de ayuda a comunidades. Era un hombre sencillo, con una mirada tranquila y unas manos fuertes y callosas. Hablaba con una calma que me contagiaba paz.
Empezó a venir todos los días. A veces, solo por un café. Hablábamos de todo y de nada. De su tiempo en el ejército, de mis sueños para el negocio, de la música de Mateo. Con él, me sentía cómoda, me sentía yo misma. No tenía que fingir, no tenía que ser fuerte todo el tiempo.
Un día, me invitó a caminar por el parque después de que yo cerrara el puesto. Acepté.
Mientras caminábamos bajo los árboles, me dijo algo que me tomó por sorpresa.
"Sofía, usted es una mujer admirable. Fuerte, valiente, una gran madre. Y además, cocina como los ángeles." Se detuvo y me miró a los ojos. "Me gustaría conocerla mejor. Si usted me lo permite, claro. Con todo respeto."
Mi corazón dio un vuelco. Hacía tanto tiempo que nadie me hablaba con esa ternura, con ese respeto.
Le sonreí, una sonrisa de verdad. "A mí también me gustaría, Antonio."
Mateo notó el cambio en mí. Me veía más contenta, más relajada. Una noche, mientras cenábamos, me preguntó directamente.
"Mamá, ese señor, Antonio... ¿te gusta?"
Me puse un poco nerviosa. "Es... un buen hombre, Mateo."
Él dejó su tenedor en el plato y me miró con una seriedad impropia de su edad. "Te mereces ser feliz, mamá. Has sufrido mucho por mí, por todo. Si él te hace feliz, a mí me parece bien."
Sus palabras me llenaron los ojos de lágrimas. Mi hijo, mi pequeño guerrero, me estaba dando su bendición.
Nuestra vida parecía por fin encontrar un cause de paz y felicidad. El pasado era una cicatriz que ya no dolía tanto.
Pero el pasado, a veces, se niega a morir.
Una tarde, Ricardo apareció en mi puesto de comida. Estaba más delgado, con la barba crecida y la ropa arrugada. Ya no quedaba nada del mariachi glamoroso. Parecía un fantasma.
"Sofía," dijo, su voz era un graznido.
"¿Qué quieres, Ricardo?"
"Necesito dinero. Me quitaron todo. Estoy en la ruina."
Lo miré sin una pizca de lástima. "Ese no es mi problema."
"¡Claro que es tu problema! ¡Tú y ese maldito funcionario me destruyeron!" Empezó a alzar la voz, atrayendo la atención de la gente.
En ese momento, Antonio, que venía a buscarme para ir al cine, apareció a mi lado.
"¿Hay algún problema, Sofía?" preguntó, su presencia tranquila era un escudo.
Ricardo lo miró de arriba abajo con desprecio. "¿Y tú quién eres? ¿El nuevo? ¿Ya me reemplazaste tan rápido?"
"Será mejor que se vaya, señor," dijo Antonio con calma, pero con una firmeza que no admitía réplica.
Ricardo soltó una risa amarga. "Claro, ahora tienes a tu guardaespaldas. Pero no te vas a deshacer de mí tan fácil, Sofía. No hasta que me devuelvas lo que es mío."
Se fue, dejándome con un mal sabor de boca y el corazón latiendo con fuerza. Sabía que no sería la última vez que lo vería. Sabía que su desesperación lo haría peligroso.
La paz que tanto nos había costado construir volvía a sentirse frágil.