Antes del viaje, Ricardo insistió en que debían cenar con sus padres. Según él, era para compartir las buenas noticias del negocio. Sofía sabía que era parte del teatro, una última función antes del acto final.
La casa de sus suegros era grande y ostentosa, siempre se había sentido fuera de lugar allí, como una pieza barata en una colección de antigüedades. Su suegra, Doña Elena, la recibió en la puerta con un abrazo que se sintió tan falso como sus perlas.
"¡Sofía, querida! Qué bueno verte", dijo, pero su sonrisa no llegaba a sus ojos.
Apenas Ricardo se dio la vuelta para saludar a su padre, Don Ernesto, Doña Elena se inclinó hacia ella y le susurró al oído, con un veneno dulce:
"¡Qué bueno que mi hijo por fin se va a deshacer de ti, mujer estéril! Ya era hora de que encontrara a alguien que sí pueda darle una familia".
Sofía sintió el golpe, pero no dejó que se notara en su rostro. Ya conocía el desprecio de esa familia, siempre la habían visto por encima del hombro por ser huérfana y de origen humilde. Se limitó a sonreír y a seguir a Ricardo hacia el comedor.
Don Ernesto, un hombre de apariencia afable, le dio una palmada en la espalda a su hijo. "¡Felicidades, campeón! Sabía que lo lograrías".
La cena fue una tortura. Doña Elena no perdió oportunidad para resaltar las "deficiencias" de Sofía.
"Es una lástima que después de tantos años, no hayas podido darnos un nieto", dijo en voz alta, mientras cortaba su filete con precisión quirúrgica. "Una mujer debe cumplir con su deber".
Ricardo, el actor consumado, fingió defenderla. "Mamá, por favor. Ya hemos hablado de esto. Sofía y yo somos felices así".
Sofía observaba la escena como si viera una película. Estos eran los lobos que la querían muerta, celebrando por adelantado su desaparición. Cuando la cena terminó, Sofía se ofreció a ayudar a recoger los platos, era su momento.
Al caminar hacia la cocina, con una pila de la costosa vajilla de porcelana de Doña Elena en las manos, "tropezó" deliberadamente. Los platos se estrellaron contra el suelo de mármol, rompiéndose en mil pedazos.
El silencio fue total.
Doña Elena se levantó de su silla, su rostro enrojecido de ira.
"¡INÚTIL!", gritó. "¡Mira lo que hiciste! ¡Esa vajilla era una reliquia de familia! ¡No sirves para nada, absolutamente para nada! ¡Lárgate de mi casa!".
Sofía se encogió, fingiendo miedo y vergüenza. Las lágrimas brotaron de sus ojos, lágrimas de una actriz magistral. Corrió hacia los brazos de Ricardo, buscando consuelo.
"Tranquila, mi amor, tranquila", le susurró él, acariciándole el cabello. "Mi madre a veces es un poco... intensa. Vámonos de aquí".
Mientras Ricardo la sacaba de la casa, Sofía escondió su rostro en su pecho. Pero no estaba llorando. Una pequeña y fría sonrisa se dibujó en sus labios. La cena de los lobos había terminado. Y ella les había dado un pequeño adelanto de la destrucción que se avecinaba.