No Aceptaré Tu Traición
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Capítulo 4

La noticia de mi petición se extendió como un reguero de pólvora por los círculos internos del poder. La Primera Dama, fiel a su palabra, había enviado un mensajero a la hacienda de Miguel. Mientras esperábamos la respuesta, el ambiente en la ciudad se cargó de una tensión palpable.

La gente hablaba de Ricardo. Decían que su ambición provenía de una profunda inseguridad. No era de una familia de abolengo político; su padre había sido un comerciante astuto que compró su camino hacia la influencia. Ricardo había heredado el dinero, pero anhelaba la legitimidad que solo las viejas familias, como la mía, podían ofrecer. Mi compromiso con él era su pasaporte al respeto absoluto. Y lo había tirado a la basura.

Fiel a su carácter impulsivo, Ricardo no esperó. Esa misma tarde, se presentó en casa de su madre, donde yo todavía me encontraba con mis padres, finalizando los detalles de la anulación. Entró sin anunciarse, con Ximena pegada a su brazo como una lapa.

"¡Madre! ¿Qué es este rumor que escucho?", espetó, su rostro enrojecido por la ira. "¿Cómo te atreves a conspirar a mis espaldas?"

Luego, sus ojos se posaron en mí, llenos de desprecio.

"Y tú," dijo, señalándome con el dedo. "Así que esta era tu jugada. Fingir ser la víctima para luego intentar trepar más alto. ¿De verdad crees que Miguel, ese criminal, se fijaría en ti?"

Ximena soltó una risita burlona. "Déjala, Ricardo, mi amor. Es patética. Intenta vengarse porque no puede soportar que me hayas elegido a mí. Porque nosotros tenemos amor verdadero, algo que ella nunca entenderá."

Ricardo asintió, hinchando el pecho. "Exactamente. Lo nuestro es puro, es real. No un arreglo de conveniencia como el que tenías planeado. Deberías agradecerme por liberarte de una vida sin pasión."

La hipocresía de sus palabras era asfixiante.

La Primera Dama se levantó, su presencia llenando la habitación de una autoridad gélida.

"Ricardo, te prohíbo que le hables así a Sofía en mi casa. Has tomado tu decisión. Ahora, vive con las consecuencias. Y te advierto, ten mucho cuidado. El hombre con el que estás jugando no es un comerciante al que puedas intimidar."

Pero Ricardo estaba ciego de arrogancia. "¡No le tengo miedo! ¡Soy el gobernador electo! ¡Yo tengo el poder!"

Fue entonces cuando Ximena cometió su primer gran error. Con una confianza estúpida, se dirigió a la Primera Dama.

"Señora, con todo respeto, usted y sus viejas costumbres ya no importan. Ricardo y yo representamos el futuro. Un futuro de pasión y libertad, no de reglas aburridas y rebozos polvorientos." Se rio, mirando mi ropa con desdén. "Además, mi padre es General. Nadie se meterá con nosotros. Él dice que los políticos son solo marionetas, y que los verdaderos hombres de poder llevan uniforme."

El insulto fue doble. No solo menospreció a la Primera Dama y todo lo que representaba, sino que también expuso la peligrosa ingenuidad de su familia. En el delicado equilibrio de poder de nuestro estado, insinuar que el ejército estaba por encima del gobierno civil era una estupidez monumental.

La Primera Dama no reaccionó. Su rostro se volvió una máscara de indiferencia helada, lo cual era mucho más aterrador que la ira.

"Ricardo," dijo con una voz mortalmente tranquila. "Lleva a tu... futura primera dama... fuera de mi vista. Ahora."

Derrotado por el tono de su madre, Ricardo me agarró del brazo mientras se dirigía a la puerta. Su agarre era fuerte, doloroso.

"Esto no ha terminado, Sofía," siseó en mi oído. "Te arrepentirás de esto."

Con un movimiento rápido, me solté de su agarre. Mi mano se movió por puro instinto, y el sonido de mi palma golpeando su mejilla resonó en el silencio.

"No vuelvas a tocarme," dije, mi voz baja pero firme. "Nunca más."

Ricardo se quedó paralizado, con la marca roja de mis dedos en su cara, su orgullo hecho pedazos.

Ximena, al ver a su hombre humillado, se interpuso entre nosotros, su rostro contorsionado por la rabia.

"¡Te atreves a pegarle! ¡Zorra insignificante! ¿Quién te crees que eres? ¡Cuando me case con él, seré la primera dama! ¡Y mi padre se encargará de que tú y tu familia de tejedores de trapos se pudran en la miseria! ¡Mi padre puede aplastar a quien quiera! ¡Incluso a ese tal Miguel del que tanto hablan!"

Y ahí estaba. El segundo error, el fatal. Una amenaza directa y estúpida contra Miguel, y una admisión pública de que su padre, el General, abusaría de su poder militar para vendettas personales.

Lo dijo delante de mí, de mis padres, y lo más importante, delante de la Primera Dama, una mujer que entendía el poder y sus susurros mucho mejor que nadie en esa habitación.

Ximena había abierto la boca y había condenado a su familia entera. Y yo, en silencio, vi cómo se cavaba su propia tumba.

                         

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