Su presencia era una provocación. Eduardo hablaba en voz alta, haciendo comentarios sarcásticos sobre la comida, sobre la decoración, sobre mí.
"Miren, amigos, este es el famoso 'restaurancito' del ex de mi primita", decía a la cámara de su teléfono, con una sonrisa burlona. "Un lugar... acogedor. O sea, chiquito. Pero bueno, hay que apoyar a los emprendedores, ¿no? Aunque sean unos traidores".
Sentí la mirada de todos los clientes sobre mí. Mi equipo en la cocina estaba furioso, pero les hice una seña para que mantuvieran la calma. No iba a caer en su juego.
Me acerqué a su mesa, con la servilleta de servicio en el brazo, asumiendo mi papel de chef y anfitrión.
"Eduardo", lo saludé, mi voz neutral. "¿Todo en orden? ¿Les gusta la comida?".
Él bajó el teléfono, sorprendido por mi calma.
"Ricky, hermanito", dijo, con una falsa camaradería que me revolvió el estómago. "Pues... para serte sincero, el filete está un poco seco. Y el vino... bueno, se nota que no es de la cava del abuelo".
"Lamento que no sea de tu agrado", respondí. "Te puedo ofrecer otra cosa si gustas".
"No, no, déjalo así", dijo, volviendo a su teléfono. "No queremos causar problemas. Solo estamos aquí documentando la... experiencia. Para que la gente sepa a dónde viene. A un lugar dirigido por alguien que le paga mal a la mujer que le dio todo".
La acusación flotó en el aire. Era una mentira descarada, una calumnia diseñada para dañar mi reputación. Vi a un par de clientes murmurar entre ellos, mirándome con desconfianza. Mi negocio, mi nombre, estaba siendo atacado públicamente.
"Eduardo, estás en mi restaurante. Te pido que te comportes o tendré que pedirte que te retires", dije, mi voz bajando un tono, perdiendo la neutralidad.
"¿Uy, me estás corriendo?", se rio, mirando a sus amigos. "¿Oyeron eso? El chef se puso sensible. ¿Qué vas a hacer, Ricky? ¿Lanzarme un jitomate?".
La situación estaba a punto de explotar. Mi sangre hervía. Estaba a un segundo de perder el control, de arrastrarlo fuera del local a la fuerza.
Y entonces, sucedió algo inesperado.
Un hombre que estaba sentado solo en una mesa en la esquina, un hombre de unos sesenta años, elegante y de aspecto poderoso que había estado observando la escena en silencio, se levantó y se acercó a nuestra mesa.
"Disculpe, joven", le dijo a Eduardo, con una voz tranquila pero llena de autoridad. "¿Podría dejar de molestar al chef? Algunas personas vinimos aquí a disfrutar de la excelente comida y el ambiente tranquilo".
Eduardo lo miró de arriba abajo, con desprecio.
"¿Y usted quién es, señor? ¿El abuelito de Ricky?", se burló.
El hombre sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos.
"Mi nombre es Armando Morales. Y sí, en cierto modo, podría decirse que tengo un interés particular en el bienestar del señor Morales".
Eduardo se quedó en blanco. El nombre no le sonaba de nada. A mí tampoco, en ese momento. Pero había algo en la forma en que lo dijo, en la autoridad que emanaba de él, que silenció a Eduardo.
"Como sea, viejo...", masculló Eduardo, volviendo a su asiento, visiblemente incómodo.
El hombre, Armando, se giró hacia mí. Me miró a los ojos, una mirada intensa, casi de reconocimiento.
"Excelente trabajo con el róbalo, chef", dijo. "Hacía mucho tiempo que no probaba algo tan bien ejecutado. Tiene un gran talento".
"Gracias, señor", respondí, todavía confundido por su intervención.
"No hay de qué", dijo, y luego añadió algo que me dejó helado. "La familia siempre debe apoyarse".
Regresó a su mesa, pidió la cuenta y se fue, dejándome en medio del restaurante con una sensación extraña. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué me había defendido? Y esa última frase... "La familia siempre debe apoyarse". Era la misma frase que había usado el tío Carlos para justificar su apoyo a Eduardo. Pero dicha por este hombre, sonaba completamente diferente.
Eduardo y sus amigos, sintiéndose intimidados por el misterioso hombre, pagaron la cuenta y se fueron poco después, sin hacer más escándalo.
Esa noche, cuando llegué a casa, busqué el nombre en internet: "Armando Morales".
Los resultados me dejaron sin aliento.
Armando Morales. Fundador y CEO de "Hoteles Grand Lux", una de las cadenas de hoteles de lujo más prestigiosas de América Latina. Un multimillonario. Un titán de la industria.
Y tenía mi apellido.
Mi cabeza daba vueltas. ¿Era una coincidencia? ¿O había algo más, algo que yo no sabía sobre mi propia vida, sobre mi propio origen? De repente, la guerra con los Del Valle parecía un problema mucho más pequeño.