Salí del hospital y el sol de la tarde me golpeó la cara, un sol brillante y cruel que no tenía nada que ver con la oscuridad que se había instalado dentro de mí.
Hoy era nuestro aniversario. Diez años.
Ricardo y yo.
Conduje a casa, a la casa que habíamos construido juntos, llena de sus trofeos de chef y mis bocetos de murales. El aire olía a pintura fresca y a soledad. Sobre la mesa del comedor, dos copas y una botella de vino esperaban. Esperaban por él.
Pero Ricardo no estaba.
Las horas pasaron lentas, cada tic-tac del reloj era un martillo golpeando mi cráneo. La noche cayó y la casa se volvió más fría. Él no llamaba.
Encendí mi celular, un impulso estúpido, masoquista. Abrí Instagram.
Y ahí estaba.
La primera foto me dejó sin aliento. Era Ricardo, sonriendo, con esa sonrisa que antes era solo para mí. A su lado, una chica mucho más joven, con el cabello brillante y los ojos llenos de una ambición que reconocí al instante. Era Sofía, la influencer de moda, la que probaba platillos y los calificaba con emojis.
Pero no fue la sonrisa lo que me rompió. Fue su mano. En el dedo anular de Sofía brillaba un anillo, un diseño de plata con una pequeña turquesa.
Mi anillo.
El que Ricardo me había regalado en nuestro primer viaje a Oaxaca, el que yo había perdido hace dos meses y que él juró ayudarme a buscar.
Mentira. Todo era una mentira.
Deslicé el dedo por la pantalla, temblando. Había más fotos. Un video de ellos brindando en el restaurante de Ricardo, el mismo donde yo debería estar celebrando nuestro aniversario. El texto de la publicación de Sofía era un veneno dulce: "Celebrando el amor y los nuevos comienzos con el mejor chef del mundo. Te amo, Ricardo."
Los comentarios eran un coro de felicitaciones y corazones.
Mi mundo se desmoronó.
Busqué su número y marqué. El tono de llamada sonaba lejano, como si viniera de otro planeta. Finalmente, contestó. Su voz era impaciente, molesta.
"¿Qué quieres, Ximena? Estoy ocupado."
"Feliz aniversario, Ricardo."
Mi voz sonó hueca, extraña.
Hubo un silencio. Pude oír la música y las risas de fondo.
"Ah, eso. Se me olvidó. Surgió algo importante."
"Vi las fotos," dije, incapaz de contener más el temblor en mi voz. "Con Sofía. Con mi anillo."
Él soltó una risa, una risa corta y despectiva que me heló la sangre.
"Por favor, Ximena, no seas dramática. Ya no somos los mismos. Mírate, siempre cansada, siempre enferma. Necesito a alguien con vida, con energía."
"Tengo treinta y cinco años, Ricardo."
"Y ella tiene veintitrés," replicó, como si eso lo explicara todo. "Es el futuro. Lo nuestro... ya fue."
Cada palabra era un golpe. Sentí una punzada aguda en el abdomen, un dolor tan intenso que me dobló por la mitad. Dejé caer el teléfono, que rebotó en la alfombra. Me acurruqué en el suelo, abrazando mi cuerpo, mientras el dolor me consumía. Él ni siquiera se dio cuenta. Probablemente ya había colgado para volver a su celebración.
Sola, en el suelo de mi casa vacía, en mi aniversario, supe dos cosas con una certeza aterradora: me estaba muriendo y ya estaba completamente sola.
Pasaron los días. El dolor físico iba y venía, pero el dolor del alma era constante. Una tarde, mientras caminaba sin rumbo por mi colonia, vi una caja de cartón abandonada junto a un bote de basura. Dentro, un pequeño gato, no más que un cachorro, temblaba de frío y miedo. Sus costillas se marcaban bajo un pelaje gris y sucio.
Nuestros ojos se encontraron.
Vi en él el mismo abandono, la misma fragilidad que sentía en mí.
Lo levanté con cuidado, su cuerpo diminuto apenas pesaba. Metí la caja bajo mi brazo y lo llevé a casa. En medio de la ruina de mi vida, había encontrado a alguien más roto que yo. Le puse de nombre Mezcal, por el agave que tanto amaba y que crecía en nuestro jardín, un jardín que ahora se sentía como un recuerdo de otro tiempo.
Esa noche, por primera vez en semanas, no lloré. Me quedé dormida con el suave ronroneo de Mezcal en mi pecho.