Destino Escrito de Nuevo
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Capítulo 3

Los días siguientes a la fiesta de compromiso fueron extrañamente tranquilos en la hacienda Rojas. Mi abuelo, aunque todavía desconcertado por mi elección, la respetó sin hacer preguntas. Mateo venía a la casa todos los días, bajo el pretexto de discutir los límites de nuestras tierras, ahora que estaban destinadas a unirse. Nuestras conversaciones eran torpes, llenas de silencios, pero había una solidez en su presencia que me daba una paz que nunca había conocido con Ricardo.

El primer gran evento público después del compromiso fue la feria anual de ganadería en el pueblo. Era una cita obligada para todas las familias importantes de la región. Sabía que Ricardo y Carmen estarían allí.

Y no me equivoqué.

Apenas llegamos, los vi. Estaban cerca de la arena de jaripeo, actuando como si fueran la pareja del año. Ricardo la rodeaba con el brazo, le susurraba cosas al oído para hacerla reír a carcajadas. Era un espectáculo montado para mí, lo sabía. Cada risa, cada caricia, era una flecha lanzada en mi dirección.

Mateo, a mi lado, notó mi mirada. Su mandíbula se tensó.

"No les hagas caso," dijo en voz baja, su primera muestra de algo parecido a la protección.

Asentí, forzando una sonrisa. "No lo hago."

Y era verdad. Ver a Ricardo con Carmen ya no me producía celos. Era como ver una película vieja y mala. Veía al hombre superficial que se dejaba engañar por halagos baratos y a la mujer envidiosa que haría cualquier cosa por un poco de atención. En mi vida pasada, yo estaba en el lugar de Carmen, ciega a la verdad. Ahora, desde fuera, todo era patéticamente claro.

Pero Ricardo no iba a dejarlo así. Nos encontró cerca de los corrales.

"Vaya, vaya. Miren a quién tenemos aquí," dijo con sorna. "La gran Sofía Rojas y su... guardaespaldas."

Mateo dio un paso al frente, pero puse una mano en su brazo para detenerlo. Esto era mío.

"¿Se te ofrece algo, Ricardo?" pregunté con frialdad.

"Solo venía a ver si no te arrepientes de haber cambiado un pura sangre por un burro de carga," soltó, mirando a Mateo con desdén.

"Un burro de carga es más útil y leal que un caballo que solo sabe lucirse y tirar a su jinete al primer obstáculo," repliqué.

La cara de Ricardo se ensombreció. La pelea verbal estaba a punto de escalar cuando un grito interrumpi-o todo.

"¡El toro! ¡Se soltó el toro!"

El pánico estalló. Uno de los toros de lidia, una bestia enorme y furiosa, había logrado romper la cerca de su corral y ahora corría desbocado por la zona de la feria, embistiendo todo a su paso. La gente corría y gritaba, tratando de ponerse a salvo.

Estábamos justo en su camino. El caos nos separó. Vi a Carmen, que había tropezado y caído al suelo a unos metros de mí. Estaba paralizada por el miedo. El toro venía directo hacia ella.

Sin pensarlo, un instinto estúpido y residual de mi vida anterior me hizo reaccionar. Corrí y la empujé con fuerza, quitándola de la trayectoria de la bestia.

Pero al hacerlo, quedé yo en su lugar.

El mundo se puso en cámara lenta. Vi los cuernos enormes, los ojos inyectados en sangre del animal, el polvo levantándose a su paso. Estaba a solo unos metros. No tenía a dónde correr.

Busqué instintivamente a Ricardo. Nuestras miradas se cruzaron. Vi la duda en sus ojos. Por una fracción de segundo, vi cómo su cuerpo hizo un amago de moverse hacia mí.

Pero entonces su mirada se desvió hacia Carmen, que ya estaba a salvo, llorando en el suelo. Y él tomó su decisión.

Corrió hacia ella.

Corrió hacia Carmen, la agarró y la arrastró más lejos del peligro, dándome la espalda.

Me dejó allí. Sola. A punto de ser embestida.

El tiempo pareció detenerse. La traición, por segunda vez, se sintió igual de helada. Cerré los ojos, esperando el impacto final.

Pero en lugar del golpe brutal, sentí un empujón violento y unos brazos de acero rodeándome. Un cuerpo chocó contra el mío, lanzándonos a ambos al suelo con una fuerza tremenda. Rodamos por la tierra justo cuando el toro pasaba como una exhalación por el lugar donde yo había estado un segundo antes.

Abrí los ojos, aturdida y con el corazón latiendo a mil por hora. Estaba debajo de un cuerpo pesado y cálido. Olía a tierra y a sudor.

Era Mateo.

Me había salvado. Me miraba con una intensidad feroz, sus ojos revisando si estaba herida.

"¿Estás bien?" su voz era ronca, llena de una preocupación genuina.

No pude responder. Solo podía mirar su rostro, y más allá, la figura de Ricardo consolando a Carmen, sin siquiera voltear a ver si yo seguía viva.

En ese momento, cualquier resto de sentimiento por Ricardo, cualquier duda que pudiera albergar, se hizo polvo y se la llevó el viento.

            
            

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