Destino Escrito de Nuevo
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Capítulo 4

El golpe al caer me había dejado un corte feo en el brazo y el tobillo torcido. Mateo, sin decir una palabra más, me levantó en brazos como si no pesara nada y me llevó a la pequeña clínica de la feria. El médico me limpió la herida, me puso unas puntadas y me vendó el tobillo.

"Necesitas reposo, Sofía. Tuviste mucha suerte," me dijo el viejo doctor, amigo de mi abuelo.

Estaba sentada en la camilla, mirando la venda blanca en mi brazo, cuando la puerta se abrió de golpe.

Era Ricardo. Su rostro era una máscara de indignación.

"¿Se puede saber en qué estabas pensando?" me espetó, sin siquiera preguntar cómo estaba. "¡Casi te matas! ¡Y asustaste terriblemente a Carmen!"

Lo miré, incrédula. "¿Me estás culpando a mí?"

"¡Claro que sí! ¡Siempre tan impulsiva, tan dramática! Te arrojaste frente a ese animal sin pensar. ¡Pudiste haber muerto!"

"Tú me dejaste ahí para morir," dije, con una voz carente de emoción.

Él se quedó callado un segundo, desconcertado por mi franqueza.

"Yo... yo tenía que poner a salvo a Carmen. Estaba más cerca de ella," tartamudeó, buscando una excusa. "Tú eres fuerte, Sofía. Sabía que te las arreglarías."

Las mentiras eran tan patéticas que ni él mismo parecía creérselas. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de nuevo, esta vez con más suavidad.

Era Mateo.

Llevaba dos botellas de agua fría en la mano. Ignoró por completo a Ricardo, como si no existiera. Se acercó a mí, me ofreció una botella y se sentó en una silla a mi lado, en silencio. Su presencia era un ancla en medio de la tormenta de ira de Ricardo.

"¿Y tú qué haces aquí?" le soltó Ricardo, molesto por haber sido ignorado. "Ya hiciste tu papel de héroe. Lárgate."

Mateo ni siquiera lo miró. Desenroscó la tapa de mi botella de agua, porque vio que me costaba hacerlo con la mano herida, y me la devolvió. Un gesto simple, pequeño, pero que lo decía todo.

Ricardo, furioso por el silencio de Mateo, se volvió hacia mí.

"Hablaremos de esto en casa, Sofía. Tienes mucho que explicar."

Y con eso, se dio la vuelta y salió de la clínica, tan abruptamente como había entrado.

El silencio que dejó atrás fue casi ensordecedor. Bebí un largo trago de agua, el líquido frío calmando el nudo en mi garganta.

"Gracias," le dije a Mateo en voz baja.

Él solo asintió, su mirada fija en la pared de enfrente. Pasaron varios minutos. Pensé que no volvería a hablar, y estaba bien con eso. Su compañía silenciosa era más reconfortante que mil palabras vacías.

Pero entonces, habló.

"Cuando éramos niños," comenzó, su voz grave y lenta, "hubo un incendio en el granero de los Valdez. Un potrillo se quedó atrapado."

Lo recordaba vagamente. Fue hace muchos años.

"Todos decían que era demasiado peligroso entrar. Pero tú corriste hacia adentro antes de que nadie pudiera detenerte. Saliste con el animal en brazos, cubierta de hollín y con quemaduras en las manos."

Me miró por primera vez desde que entramos.

"Siempre has sido así. Te lanzas de cabeza para salvar a otros, sin pensar en ti misma. Hoy salvaste a esa mujer... aunque no lo mereciera."

Me quedé sin palabras. Él recordaba eso. Y no me estaba juzgando, no me estaba llamando dramática ni impulsiva. Me estaba describiendo. Me estaba viendo.

"No es valentía," continuó, como si leyera mis pensamientos. "Es... algo más. Y es peligroso."

Se levantó y caminó hacia la puerta.

"Mi camioneta está afuera. Te llevaré a casa."

Lo vi salir y me quedé sola en la clínica. Las palabras de Ricardo, tan llenas de egoísmo, se desvanecieron. Solo quedaban las de Mateo, sencillas, directas y llenas de una comprensión que nunca esperé de él.

Me toqué la venda del brazo. Debajo, la piel ardía por la herida. Pero por dentro, algo más profundo, una herida mucho más antigua, comenzaba a sanar. Empezaba a darme cuenta de que toda mi vida había estado mirando en la dirección equivocada, amando al hombre equivocado. El hombre que me describía como un problema estaba furioso en algún lugar de la feria. El hombre que me salvó la vida y entendía quién era yo, sin juzgarme, estaba esperándome afuera.

Mi abuelo, al enterarse, llegó a la clínica poco después. Al ver mi estado, su rostro se endureció.

"La cena de formalización sigue en pie para la próxima semana," dijo, con un tono que no admitía discusión. "Es hora de que todo Jalisco sepa que la familia Rojas no se doblega ante nada ni nadie. Y que has hecho tu elección."

Asentí. La cena de formalización. El siguiente acto de esta obra. Pero ahora, por primera vez, no sentía miedo. Sentía una extraña expectación.

                         

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