Desde niñas, nuestra conexión era extraña. Podíamos sentir el dolor de la otra, no como una idea, sino como una sensación física. Si ella se caía y se raspaba la rodilla, a mí me dolía la pierna. Pero las emociones eran diferentes. Yo no sentía la tristeza como ella. Ni la alegría. Mis emociones eran más primarias, más depredadoras. Ira. Satisfacción. Hambre.
Mi hermana era mi ancla. Su bondad, su simple presencia, mantenía a raya la oscuridad que siempre sentí dentro de mí. Era como un monstruo encadenado, y ella tenía la llave. Mis padres lo sabían. Siempre lo supieron. Por eso la protegían tanto, por eso la rodeaban de un mundo de algodón y colores pastel. Creían que si la protegían a ella, me protegían a mí de mí misma.
Pero fallaron.
La escuela, los pasillos, los salones de clase... ese fue un campo de batalla para el que no la prepararon. Y yo, por respetar su deseo de manejar las cosas a su manera, me mantuve al margen. Un error que no volvería a cometer.
Esa noche, antes de acostarme en su cama, que olía a su perfume de vainilla y a su tristeza, encontré su diario. Estaba escondido debajo de su colchón. Sabía que no debía leerlo, pero necesitaba entender. Necesitaba alimentar el fuego que crecía dentro de mí.
Las páginas estaban llenas de su caligrafía redonda y perfecta, pero las palabras eran un infierno.
"Hoy, Perla tiró mi almuerzo al suelo. Dijo que la comida era demasiado buena para una cerda como yo. Todos se rieron. La maestra Laura lo vio, pero solo me dijo que limpiara el desorden."
"Luna me encerró en el baño de chicas. Escribieron 'puta' en la puerta con lápiz labial rojo. Estuve ahí por dos horas hasta que el conserje me encontró. Dije que me había quedado atorada por accidente. No quería que mamá y papá se preocuparan."
"Me robaron el dinero para el proyecto de ciencias. Perla dijo que si le decía a alguien, subirían a internet una foto que me tomaron en los vestidores. No sé qué hacer. Me siento tan sola."
Cada palabra era un golpe. Pero la última entrada, escrita con una letra temblorosa y manchada de lágrimas, fue la que rompió algo dentro de mí.
"Hoy me empujaron por las escaleras. Caí y mi brazo duele mucho. Perla me dijo que la próxima vez se asegurarían de que no me levantara. Dijo que sería mejor para todos si yo no existiera. Quizás tiene razón. No quiero ser una carga para Elena y mis papás. Los amo tanto. Perdónenme."
Cerré el diario. La calma que sentí antes se había transformado en un hielo afilado. No había furia, no había gritos. Solo una certeza absoluta y fría como la tumba.
Fui a la habitación de mis padres. Estaban sentados en la oscuridad. Mi padre levantó la vista.
"¿Qué vas a hacer, Elena?" preguntó, su voz sin sorpresas.
"Lo que ustedes debieron haber hecho hace mucho tiempo," respondí.
Mi madre no dijo nada. Solo asintió lentamente, sus ojos reflejando una comprensión antigua y oscura.
Regresé a la habitación de Sofía. Me acerqué a la ventana y miré nuestro jardín. No era un jardín normal. En el centro, bajo la luz de la luna, se alzaban tres árboles de aspecto extraño. Sus troncos eran pálidos, casi blancos, y sus hojas de un rojo tan profundo que parecían estar empapadas de sangre.
Eran los árboles de nuestra familia. Nuestro secreto. El secreto de nuestra belleza y nuestra fuerza. Un secreto que se alimentaba de la injusticia.
Acaricié el vidrio frío de la ventana.
"No te preocupes, Sofía," susurré a la noche. "Voy a hacer que paguen. Cada lágrima. Cada insulto. Cada golpe. Se los devolveré multiplicados por mil. Te lo juro."
Y por primera vez en mucho tiempo, el monstruo dentro de mí sonrió, complacido. Iba a haber una cosecha. Y sería abundante.