El recuerdo de mi muerte es un fantasma que no me abandona, se siente como un peso frío en el pecho, una opresión constante en la garganta.
La oscuridad dentro de la caja era absoluta, el calor se acumulaba con cada kilómetro que el camión avanzaba hacia la Ciudad de México, y el aire se volvía espeso, casi imposible de respirar, olía a sudor y a tela vieja. Mis pequeños pulmones ardían, luchando por encontrar un poco de oxígeno que ya no existía, y mis dedos, ya débiles, arañaban la tapa de cartón sin fuerza, un último intento desesperado por vivir. Escuchaba las voces de mis padres afuera, tranquilas, discutiendo el dinero que ahorrarían con mi pasaje, un dinero destinado a comprarle un balón de fútbol nuevo a mi hermano Mateo.
"Con esto nos alcanza para el balón de piel, Mateo va a estar feliz" , dijo mi madre.
La voz de mi padre sonó satisfecha, "Claro, para mi campeón lo mejor."
Sus palabras fueron lo último que escuché antes de que el mundo se desvaneciera en un silencio negro y profundo. Morí asfixiada, sola, en una caja de cartón, todo para que mi hermano tuviera un juguete nuevo.
Cuando el camión finalmente llegó a su destino, mis padres bajaron con Mateo, emocionados por el partido al que lo llevarían, y en su prisa y alegría, la caja, mi ataúd de cartón, quedó olvidada en el compartimento de equipaje. Pasaron todo el día fuera, riendo, comiendo, celebrando los goles de Mateo, mientras mi cuerpo se enfriaba en la soledad del autobús.
No fue hasta la mañana siguiente, cuando preparaban el viaje de regreso, que mi padre recordó la caja.
"¡La niña!" , exclamó, no con preocupación, sino con fastidio.
Abrieron la caja sin ninguna ceremonia, y encontraron mi cuerpo pequeño y rígido, con el rostro azulado. Mi madre suspiró, un sonido de molestia, no de dolor.
"Siempre dando problemas, hasta para morirse" , dijo, y mi padre asintió.
Para ellos, yo no era una hija perdida, era una carga, un problema que ahora tenían que resolver. No derramaron ni una lágrima, su única preocupación era cómo deshacerse de mi cuerpo sin llamar la atención. La solución llegó en forma de Doña Elena, una mujer del pueblo cuyo hijo había fallecido recientemente. Mis padres, con una frialdad que helaba los huesos, le contaron una historia inventada sobre cómo yo no tenía a nadie en el mundo y le cobraron cinco mil pesos para que me enterrara junto a su hijo, para que "no estuviera solita".
Doña Elena, con el corazón roto por su propia pérdida, aceptó, creyendo que hacía una obra de caridad. Mis padres tomaron el dinero y nunca más volvieron a mencionar mi nombre.
Pero entonces, algo increíble sucedió, abrí los ojos.
Estaba en mi cama, en mi pequeño y gastado cuarto, el sol entraba por la ventana exactamente igual que el día de mi muerte. Escuché las voces de mis padres en la sala, y mi corazón se detuvo al oír sus palabras.
"Ximena, apúrate, que se nos hace tarde" , gritó mi madre.
Mi padre entró a mi cuarto, arrastrando la misma caja de cartón, la misma que había sido mi tumba. La dejó en el suelo con un ruido sordo.
"Métete, ya sabes para qué es" , dijo con su tono de siempre, el que no admitía réplicas.
Fue como si un rayo me partiera en dos, el terror y el recuerdo de la asfixia me inundaron, un frío helado recorrió mi espalda y mi respiración se atoró en mi garganta. Era el mismo día, la misma situación, la misma caja. El destino, o lo que fuera, me estaba dando una segunda oportunidad.
Una voz dentro de mí, una voz que nunca antes había escuchado, gritó con una fuerza que me sorprendió a mí misma. Era la voz de la niña que había muerto por falta de aire, la niña que había sido olvidada y vendida. Era la voz de la desesperación más absoluta.
Y esa voz decía una sola cosa, una y otra vez, como un mantra que me anclaba a esta nueva realidad: no volveré a meterme en esa caja, no voy a morir otra vez, no voy a permitir que me maten de nuevo. Esta vez, las cosas serían diferentes, tenía que ser así, porque no soportaría vivir esa pesadilla una segunda vez, no dejaría que mi vida terminara de una forma tan miserable y olvidada.