El sol de la tarde se filtraba por las cortinas sucias, iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire. La casa estaba en silencio, un silencio pesado que solo era interrumpido por los ruidos de mi estómago vacío. Mis padres y Mateo llevaban horas fuera, y no habían dejado nada de comida para mí. Abrí el refrigerador y lo único que encontré fue media botella de agua y un trozo de pepino seco y arrugado. Lo tomé y lo mordí, la textura era gomosa y el sabor amargo, pero era mejor que nada.
Bebí el agua directamente de la botella, sintiendo el líquido frío calmar un poco el fuego en mi garganta.
Me senté en el suelo de la cocina, recargada contra la pared fría, y me reí, una risa sin alegría, hueca. Me habían dejado sola y con hambre como castigo, pero no entendían que la soledad y el hambre eran mis compañeras de siempre. Esto no era un castigo, era solo un día normal para mí.
Estaba sumida en mis pensamientos cuando la puerta principal se abrió de golpe, azotándose contra la pared. Mi padre entró como una furia, sus ojos estaban inyectados en sangre y su rostro deformado por la rabia. Detrás de él venían mi madre y Mateo, cargado de bolsas de tiendas departamentales.
"¡Así que aquí estás, maldita chamaca!" , gritó mi padre, su voz retumbando en la pequeña casa.
Me levanté de un salto, el corazón me martilleaba en el pecho.
"¿Qué te crees? ¿Que puedes enseñarle tus estupideces a tu hermano?" , continuó, mientras se quitaba el cinturón de cuero del pantalón. El sonido de la hebilla metálica al deslizarse fue como una sentencia.
Mi madre se paró a su lado, con los brazos cruzados, su cara era una máscara de fría satisfacción.
"Dale una lección, viejo" , dijo, su voz era un susurro incitador. "Para que aprenda a respetar y a no ser una malagradecida. Le estuvo diciendo a Mateo que él debía meterse en la caja, ¡imagínate!"
Mateo, desde la seguridad de la puerta, miraba la escena con una sonrisa cruel en los labios.
"¡Sí, papá, pégale! ¡Se portó muy mal!" , gritó, como si estuviera viendo una caricatura.
Mi padre se abalanzó sobre mí, el cinturón silbó en el aire antes de impactar contra mi espalda. El dolor fue agudo, quemante, como si me estuvieran marcando con un hierro al rojo vivo. Grité, más por el shock que por el dolor, y traté de escapar, pero él me agarró del cabello y me tiró al suelo.
"¡Te voy a enseñar a no contestar!" , rugió, y los golpes cayeron uno tras otro, en mi espalda, en mis piernas, en mis brazos. Yo me hice un ovillo en el suelo, tratando de proteger mi cabeza, suplicando.
"¡Por favor, papá, ya no! ¡Perdón!" , lloraba, pero mis súplicas solo parecían enfurecerlo más.
"¡Dale más fuerte!" , animaba Mateo desde la puerta. "¡Que llore!"
En ese momento, entre el dolor y las lágrimas, algo dentro de mí se rompió. La niña que suplicaba y lloraba desapareció, y en su lugar quedó una furia helada y desesperada. Ya no podía más, no iba a dejar que me mataran a golpes. Mientras mi padre levantaba el brazo para dar otro golpe, vi la estufa a mi lado. La llave de la hornilla de la cafetera estaba a mi alcance.
Con un movimiento rápido, estiré el brazo y giré la perilla del agua caliente al máximo.
El agua hirviendo salió disparada con fuerza, y apunté directamente a la cara de mi padre.
Él soltó un grito de dolor y sorpresa, soltando el cinturón y llevándose las manos al rostro quemado. Aproveché su desconcierto para ponerme de pie y empujarlo con todas mis fuerzas. Tropezó hacia atrás y cayó al suelo.
Corrí hacia la puerta, pasando junto a mi madre y a Mateo, que me miraban con los ojos desorbitados por el asombro. Salí de la casa y corrí por la calle sin mirar atrás, el aire frío de la noche golpeaba mi piel herida, pero por primera vez, sentía que podía respirar.
Mientras corría, una revelación me golpeó con la fuerza de un puñetazo. Mi padre era el brazo ejecutor, el que usaba la violencia física, pero la verdadera mente maestra, la que movía los hilos, era mi madre. Era ella la que lo incitaba, la que susurraba veneno en su oído, la que disfrutaba de mi sufrimiento desde una posición de falsa inocencia. Jugaban al policía bueno y al policía malo, y yo siempre había sido su víctima.
Pero ya no más. Ya no sería su juguete, no sería su saco de boxeo, no sería su sacrificio. Si querían una guerra, la tendrían.