"¿Así cómo, Mateo? ¿Honesta? Perdona, se me olvida que en tu mundo eso no se valora."
Una sombra de ira cruzó su rostro. "Hice ese discurso para protegerte. Para que la gente deje de hablar."
Me reí. Una risa corta y sin alegría. "¿Para protegerme? Te pusiste a ti mismo en un pedestal y me arrojaste a los leones. No me insultes pretendiendo que te importa."
Intenté pasar, pero me agarró del brazo. Su agarre fue más fuerte de lo necesario.
"No te vayas así" , dijo, su voz un siseo bajo. "La gente está mirando."
"Suéltame, Mateo. Me estás lastimando."
"Pídeme disculpas" , exigió. "Por arruinar nuestra noche."
Lo miré, incrédula. "¿Que te pida disculpas? ¿Estás loco?"
Su rostro se contrajo de rabia. Y entonces, sucedió.
Su mano se movió tan rápido que apenas la vi. El sonido de la bofetada resonó en el repentino silencio que nos rodeaba. Mi cabeza se giró por la fuerza del impacto, y un dolor agudo floreció en mi mejilla.
El salón entero se quedó sin aliento. Por un instante, nadie se movió.
Luego, el caos.
"¡Mateo!" , gritó Camila, corriendo hacia nosotros.
Mateo me miró, su propia sorpresa reflejada en sus ojos, como si no pudiera creer lo que acababa de hacer. Pero la sorpresa fue reemplazada rápidamente por una justificación furiosa.
"¡Mira lo que me obligas a hacer!" , me gritó. "¡Siempre me provocas, siempre llevas las cosas al límite!"
Me toqué la mejilla, sintiendo el ardor. El dolor físico no era nada comparado con la humillación. Pero debajo de la humillación, algo más se encendió: una rabia pura y helada.
Camila llegó a mi lado, su rostro una máscara de preocupación. "Hermanita, ¿estás bien? ¡Dios mío, Mateo, cómo pudiste!"
Pero cuando sus ojos se encontraron con los míos, vi el brillo de triunfo en ellos. Lo había conseguido. Ahora yo no solo era la ex loca, sino también la que provocaba la violencia de los hombres.
"No te preocupes, Camila" , le dije, mi voz temblando ligeramente por el shock y la furia. "Estoy acostumbrada a que tu futuro esposo no sepa controlar sus impulsos."
Mateo dio un paso amenazante hacia mí. "No te atrevas a hablar así."
"¡Ya basta los dos!" , intervino Camila, poniéndose entre nosotros. Abrazó a Mateo, consolándolo. "Cariño, tranquilízate. Ella está alterada, no sabe lo que dice."
Luego me miró por encima del hombro de Mateo, una advertencia en sus ojos. "Será mejor que te vayas, Sofía. Ya has causado suficientes problemas por esta noche."
Los invitados nos rodeaban, susurrando, sus teléfonos probablemente ya grabando la escena para compartirla con el mundo.
Me di la vuelta, sin decir una palabra más. Caminé hacia la salida con toda la dignidad que pude reunir, sintiendo el peso de cientos de miradas en mi espalda herida.
Afuera, el aire frío de la noche fue un alivio para mi mejilla ardiente. Me apoyé contra la pared de piedra del club, temblando incontrolablemente. Las lágrimas que me había negado a derramar frente a ellos ahora caían libremente.
No lloraba por el golpe. Lloraba por la mujer que había sido, la que había amado a ese monstruo. Lloraba por la ingenuidad que me habían arrancado a la fuerza.
Sabía que esto no era el final. Era una escalada. Mateo había cruzado una línea. Y yo también lo haría.
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano. El miedo que había sentido por un momento se había transformado en una determinación de acero.
Ellos querían jugar sucio. Perfecto. Yo les iba a enseñar el verdadero significado de la palabra.
Saqué mi teléfono y busqué un nombre en mis contactos. Un nombre que en mi vida pasada nunca me habría atrevido a marcar.
Alejandro.
Alejandro, el empresario rival de Mateo. Un hombre conocido por ser implacable, frío y calculador. El único hombre al que Mateo realmente temía.
Era una jugada arriesgada, un pacto con el diablo. Pero en ese momento, me di cuenta de que para vencer a un monstruo, a veces necesitas la ayuda de otro.
Pulsé el botón de llamar y me llevé el teléfono a la oreja, mi corazón latiendo con una mezcla de terror y una extraña y oscura emoción.