Ricardo bajó del asiento del conductor. Vestía un traje de lino blanco que parecía fuera de lugar, demasiado ostentoso. A su lado, descendió una mujer delgada, de rostro pálido y ojos grandes, que se aferró a su brazo como si temiera caerse. Era Camila Soto, la influencer cuyas redes sociales habían enmudecido hacía tres años, justo cuando su familia cayó en la bancarrota.
Yo los vi desde el ventanal del salón principal. Sostenía una taza de té, pero mis manos no temblaron. El corazón tampoco se me aceleró. Solo sentí una fría calma, la calma de quien espera una tormenta anunciada.
Entraron a la casa sin ser invitados, como si aún les perteneciera. La empleada, Lupe, intentó detenerlos.
"Señorito Ricardo, el señor Alejandro no está en casa."
Ricardo la apartó con un gesto de fastidio.
"No vengo a ver a mi padre. Vengo a verla a ella."
Sus ojos me encontraron a través del salón. Una sonrisa torcida se dibujó en su rostro. Era la misma sonrisa con la que me había dejado plantada en el altar hacía tres años, diciéndome que necesitaba "encontrar su espíritu" en un rancho aislado.
"Sofía," dijo, su voz resonando con una autoridad que ya no poseía. "Ha pasado tiempo. Veo que sigues aquí, como una buena perra fiel esperando a su amo."
Camila, a su lado, bajó la mirada y susurró.
"Ricardo, no seas así con ella. Pobre, debe haber sufrido mucho."
Su actuación era impecable. La víctima perfecta. Pero yo sabía la verdad. Yo misma los había descubierto. Un mes después de que me abandonara, encontré las fotos en una cuenta privada. Ricardo y Camila, riendo en una cabaña lujosa, no en un rancho de meditación. Él no buscaba la iluminación, buscaba el dinero que creía que la familia de Camila aún tenía.
Ricardo se dejó caer en el sofá de cuero, el que su padre, Alejandro, había comprado el año pasado.
"Vamos, Sofía, no te quedes ahí parada. Camila y yo hemos tenido un viaje largo. Sírvenos algo de beber. Y después, ordena que preparen nuestra antigua habitación. Hemos vuelto para quedarnos."
Su tono era el de un rey que regresa a reclamar su castillo. No tenía idea de que el castillo ya no era suyo, y que la reina ya no era la ingenua que él había abandonado.
Miré sus rostros, el de él lleno de arrogancia, el de ella de una falsa sumisión. Recordé el dolor de ese día, la humillación, las lágrimas que derramé hasta quedarme seca. Recordé cómo Alejandro, el padre de Ricardo, me encontró hecha un desastre, me ofreció su apoyo, su apellido y un hogar. Me ofreció una dignidad que su propio hijo me había arrebatado.
"Claro," respondí, mi voz sorprendentemente firme. "Enseguida les traigo algo. Pónganse cómodos."
Me di la vuelta y caminé hacia la cocina, sintiendo sus miradas clavadas en mi espalda. Ricardo probablemente pensaba que yo seguía siendo la misma Sofía, la mujer que haría cualquier cosa por él. Se equivocaba.
Justo cuando llegaba al umbral de la cocina, una pequeña figura salió corriendo de allí, riendo a carcajadas.
"¡Mami, te encontré!"
Un niño de poco más de dos años, con el cabello oscuro y los ojos brillantes de Alejandro, se abrazó a mi pierna. Lo levanté en brazos, besando su mejilla.
"Hola, mi amor. ¿Jugamos a las escondidas?"
El silencio en el salón era total. Me giré lentamente.
La sonrisa de Ricardo se había congelado en su rostro. Camila tenía la boca abierta, sus ojos desorbitados fijos en el niño que yo sostenía en mis brazos. El niño, ajeno a la tensión, me miró y luego a los extraños en el sofá.
"Mami," dijo con su vocecita clara. "¿Quiénes son?"