Después de que me dejó, me convertí en su madrastra
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Capítulo 4

Las criadas observaban desde el pasillo, paralizadas por el horror. Lupe tenía las manos en la boca, sus ojos anegados en lágrimas.

"Señorito Ricardo, por el amor de Dios," suplicó. "Es el hijo de la señora. ¡Es su hijo!"

"¡Cállate, vieja estúpida!", le gritó Ricardo sin apartar la mirada de mí. "No es hijo mío. Es una mancha. Una deshonra."

Su control sobre la situación lo embriagaba. Se sentía poderoso, invencible. La vida de mi pequeño Mateo pendía de un hilo, un juguete en manos de un hombre desquiciado por el ego herido. El rostro de Mateo estaba rojo y cubierto de lágrimas, su pequeña boca abierta en un llanto silencioso por la falta de aire.

"Te arrodillaste," dijo Ricardo, saboreando cada palabra. "Pero no es suficiente. Quiero que te arrastres hasta los pies de Camila y le beses los zapatos. Demuéstrale quién manda aquí."

La humillación era un ácido que me quemaba la garganta. Pero la imagen del rostro de mi hijo, luchando por respirar, borró cualquier rastro de orgullo.

"Lo haré," susurré. "Lo haré. Pero suéltalo primero."

"No hay tratos, Sofía," dijo con frialdad. "Arrastrate. Ahora. O juro que este mocoso no verá otro amanecer."

Empecé a moverme sobre mis rodillas, el mármol frío traspasando la tela de mi pantalón. Cada centímetro era una tortura. Camila me miraba desde el suelo, donde seguía fingiendo su lesión, con una mezcla de triunfo y miedo en los ojos.

Cuando estaba a punto de llegar a sus pies, Ricardo me empujó con el pie, haciéndome caer de lado. Mi cabeza golpeó contra la pata de una mesa de centro. El dolor fue agudo, un estallido de luz blanca detrás de mis ojos.

"Demasiado lento," se burló.

A través de una neblina de dolor, vi que apretaba su agarre sobre Mateo.

"¿Sabes qué? He cambiado de opinión," dijo Ricardo, su voz ahora peligrosamente calmada. "Pedir perdón no limpiará tu deshonra. La única forma de borrar esta mancha es eliminarla por completo."

Levantó a Mateo en el aire.

Mi mundo se vino abajo. El dolor, la humillación, todo desapareció, reemplazado por un terror puro y absoluto.

"¡RICARDO, NO!"

El cuerpecito de Mateo se quedó flácido en sus manos. Sus ojos se cerraron. Dejó de llorar. El silencio fue más aterrador que cualquier grito.

Mi hijo. Mi bebé.

Un grito animal, lleno de dolor y desesperación, se rasgó desde mi garganta.

Y en ese preciso instante, una voz profunda, helada y cargada de una furia que nunca antes había escuchado, retumbó desde la entrada principal.

"Suelta a mi hijo. Ahora mismo."

Era Alejandro. Había vuelto.

La figura alta y poderosa de Alejandro Vargas llenaba el umbral. Su rostro, normalmente sereno y controlado, era una máscara de ira glacial. Sus ojos no estaban en Ricardo. Estaban fijos en la pequeña y frágil figura de Mateo, inerte en las manos de su otro hijo.

                         

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