Mi Dulce Venganza: Amor y Dolor
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Capítulo 2

A la mañana siguiente, el timbre del departamento sonó.

Sabía quién era antes de mirar por la mirilla.

Era Elena, mi hermana.

Abrí la puerta. Traía una caja de mis donas favoritas y una sonrisa que pretendía ser reconfortante.

"Hermanito, Sofía me contó lo de anoche. ¡Qué susto tan horrible! ¿Estás bien?"

Entró y me abrazó.

Su abrazo, que siempre había sido mi refugio, ahora se sentía frío, vacío, una actuación más en este teatro del absurdo.

Me aparté suavemente.

"Estoy bien, Elena. No te hubieras molestado."

"¿Cómo no me voy a molestar? Eres mi hermanito. Me preocupo por ti."

Dejó las donas en la mesa de la cocina y empezó a preparar café, moviéndose por mi casa con la misma familiaridad de siempre, una familiaridad que ahora me resultaba invasiva y falsa.

Mi celular vibró en mi bolsillo. No necesitaba mirarlo. Sabía exactamente lo que diría.

Aun así, lo saqué.

"La 'preocupación fraternal' de Elena acaba de subir la popularidad de Ricardo en su círculo social. Tres personas lo han contactado esta mañana para decirle lo 'increíble' que es tener amigos tan leales como tú y tu hermana. El estatus de Ricardo sube +100 puntos."

Cerré los ojos, un dolor sordo instalándose en mi pecho.

"Sabes, Elena", empecé, mi voz sonando extrañamente calmada. "Últimamente me he sentido... raro. Como si la gente a mi alrededor no fuera quien dice ser."

Elena se detuvo, con la cafetera en la mano. Me miró con una falsa expresión de interés.

"¿A qué te refieres, José Luis? ¿Es por el asalto? Es normal sentirse paranoico después de algo así."

"No, no es paranoia", insistí, mirándola fijamente. "¿Alguna vez has sentido que la gente que más quieres te está usando?"

Una sombra de incomodidad pasó por sus ojos, pero la ocultó rápidamente con una risa.

"Ay, hermanito, qué cosas dices. Estás cansado y asustado, es todo. Necesitas descansar."

Me sirvió una taza de café, su mano rozando la mía. Un gesto que antes me habría parecido cariñoso, ahora me daba escalofríos.

En ese momento, la puerta se abrió y entró Sofía.

"Buenos días, mi amor. Elena, qué bueno que viniste."

Se saludaron con un beso en la mejilla, una complicidad perfecta en sus miradas.

Se sentaron a la mesa conmigo, una a cada lado, como dos guardianas.

"Pensamos que hoy no deberías ir a trabajar", dijo Sofía, poniendo su mano sobre la mía.

"Sí, quédate en casa y descansa. Nosotras te cuidamos", añadió Elena, sonriendo.

Las dos actuaban en perfecta sincronía, sus palabras de preocupación se entrelazaban, creando una red de mentiras a mi alrededor.

Me sentía asfixiado.

Eran un equipo, un equipo perfectamente coordinado cuyo único propósito era exprimir hasta la última gota de mi ser para el beneficio de Ricardo.

Mientras ellas hablaban sobre lo que podíamos hacer para "distraerme", mi mente viajó al pasado.

Recordé la vez que "perdí" mi trabajo.

Mi jefe me despidió por un error que yo no había cometido.

Elena y Sofía me consolaron durante semanas.

Ricardo incluso me "prestó" dinero para que pudiera sobrevivir mientras encontraba otra cosa.

Ahora lo veía claro.

El error en el trabajo, la pérdida de mi empleo, todo había sido planeado.

Necesitaban que yo estuviera en una posición vulnerable, que dependiera de ellos, que sintiera gratitud por su "ayuda".

Cada lágrima que derramé, cada noche de insomnio, había sido una ganancia para Ricardo.

Recordé el coche que me robaron hace un año, justo cuando acababa de pagarlo.

Sofía me abrazó mientras yo maldecía mi mala suerte.

Elena me dijo que lo material no importaba, que lo importante era que yo estuviera bien.

Ricardo se rió y dijo: "Para eso están los amigos", y me llevó a todos lados durante un mes.

¿Cuánto habría ganado con eso? ¿Cuánto estatus? ¿Cuánto dinero?

La rabia empezó a burbujear dentro de mí.

Una rabia fría y profunda.

No era solo el asalto de anoche.

Había sido toda mi vida, al menos desde que ellas y Ricardo estaban en ella.

Una sucesión de desgracias perfectamente calculadas para mantenerme débil, dependiente y agradecido.

"José Luis, ¿nos estás escuchando?", preguntó Sofía, sacándome de mis pensamientos.

Levanté la vista y las miré.

Sus caras sonrientes, sus ojos llenos de una falsa preocupación.

Sentí un asco profundo, una repulsión física.

Me levanté de la mesa bruscamente, la silla raspando el suelo.

"Necesito salir", dije, sin mirarlas.

"¿A dónde vas? ¡No puedes irte así!", exclamó Elena.

"Solo necesito caminar. Estar solo."

No esperé su respuesta.

Tomé mi chamarra y salí de mi propio departamento, sintiéndome un extraño en mi propia vida.

Mientras caminaba por la calle sin rumbo, el aire frío golpeando mi cara, me di cuenta de una cosa.

Ya no estaba triste.

Ya no estaba asustado.

Solo estaba enojado.

Y esa rabia era lo único real que me quedaba.

            
            

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