Los padres de Jorge me miraron con un alivio descarado.
No podían creer su suerte.
La joven oficial, María, no parecía convencida.
"Señorita Rojas, su ropa está rota, tiene moretones... Si alguien le hizo algo, podemos ayudarla. No tiene que tener miedo."
Su insistencia era un obstáculo.
Necesitaba que todos creyeran mi mentira.
La miré con los ojos vacíos.
"¿Ayudarme? ¿Usted?"
Solté una risa seca, amarga.
"¿Acaso no lo ve? Yo quería. Le coqueteé. Me le insinué en el funeral de su esposa. Soy una zorra, ¿no lo sabía?"
Las palabras salieron de mi boca como veneno, quemándome la garganta.
Cada insulto hacia mí misma era un ladrillo más en la fortaleza que estaba construyendo.
La oficial María retrocedió, su cara se llenó de sorpresa y luego, de disgusto.
Era exactamente lo que quería.
La gente a nuestro alrededor empezó a susurrar.
"Qué descaro..."
"Pobre Jorge, primero pierde a su esposa y ahora esta mujerzuela lo acosa."
"Universitaria, ¿y para qué? Para ser una cualquiera."
Dejé que sus palabras me golpearan. No importaban.
Nada importaba más que el objetivo final.
Me acerqué a los padres de Jorge, quienes me miraban con una mezcla de miedo y desprecio.
"No presentaré cargos," dije, mi voz apenas un susurro. "Con una condición."
El padre de Jorge, un hombre corpulento y de cara rojiza, frunció el ceño.
"¿Qué quieres? ¿Dinero?"
Negué con la cabeza.
"Quiero casarme con él."
El silencio que siguió fue absoluto.
Incluso Jorge, que se había mantenido al margen con aire arrogante, me miró como si estuviera loca.
La oficial María ahogó un grito de incredulidad.
Los padres de Jorge intercambiaron una mirada.
¿Casarme con el hombre que me había destruido? Para ellos, era una solución perfecta. Un escándalo evitado. Una nuera que podían controlar.
"¿Es todo lo que pides?" preguntó la madre de Jorge, con cautela.
Asentí.
"Está bien," dijo el padre, con una sonrisa de alivio. "Arreglaremos la boda."
Los murmullos se convirtieron en un clamor de desaprobación.
"Está loca."
"Seguro busca su dinero."
"Qué poca vergüenza."
Escuché todo con una sonrisa vacía en mi rostro.
El sol se estaba poniendo afuera, tiñendo el cielo de un color naranja enfermo.
Para mí, el sol ya se había puesto para siempre el día que Sofia murió.
Ahora, solo quedaba la oscuridad.
Y en esa oscuridad, yo iba a arrastrarlos a todos conmigo. Al infierno.