El bebé se movió dentro de mí.
Fue un movimiento pequeño, un revoloteo suave, pero me provocó un escalofrío que me recorrió toda la espalda.
No era un escalofrío de alegría, ni de anticipación maternal, sino de puro y helado terror.
Porque este niño no era mío.
Era un recordatorio constante, una condena viva que crecía en mi vientre, de que yo ya no me pertenecía.
Mi vida, mi cuerpo, todo era de Ricardo Mendoza.
La puerta de la habitación se abrió sin previo aviso, y el sonido me hizo dar un brinco.
Era él.
Ricardo entró con esa arrogancia que había llegado a despreciar, sus botas caras apenas haciendo ruido sobre el piso de madera pulida de su hacienda.
Sus ojos oscuros se posaron inmediatamente en mi vientre, y una sonrisa torcida se dibujó en su rostro.
"¿Se está moviendo?"
Su voz era grave, posesiva.
Asentí en silencio, sin atreverme a mirarlo a los ojos.
No quería ver el triunfo en ellos.
"Bien" .
Se acercó y, sin pedir permiso, colocó su mano sobre mi estómago.
Su tacto era frío, como si no tuviera sangre en las venas.
"Tiene que crecer fuerte. Es un Mendoza. Tiene que ser lo suficientemente fuerte para romper la maldición que tu madre nos echó" .
Cada palabra era un golpe.
La maldición.
Siempre la maldición.
Ricardo y su familia estaban convencidos de que mi madre, Doña Carmen, la curandera del pueblo, le había hecho brujería a su prima Sofía para que no pudiera tener hijos.
Era una locura, una superstición de gente rica y poderosa que no podía aceptar que a veces las cosas simplemente no salen como quieren.
Y yo estaba pagando el precio.
Mi cuerpo se había convertido en la incubadora para el hijo de Ricardo y Sofía, una forma retorcida de "reparar el daño" .
"Sí, Ricardo" .
Mi voz fue un susurro, apenas audible.
Era la respuesta que él esperaba, la sumisión que exigía.
Pero mientras él sentía los movimientos de su supuesto heredero, una idea comenzó a formarse en mi mente, una semilla de rebelión que se negaba a morir.
Tenía que escapar.
No sabía cómo ni cuándo, pero tenía que hacerlo.
Por mí y por esta pequeña vida que no tenía la culpa de nada.
Sentí un dolor agudo en el bajo vientre, un calambre que me hizo encogerme.
Ricardo retiró la mano, su expresión cambiando de la satisfacción al fastidio.
"No empieces con tus debilidades, Elena. Sofía necesita a este bebé sano. Tu único trabajo es cuidarlo. ¿Entendido?"
"Entendido" .
Pero por dentro, mi mente trabajaba a toda velocidad.
Cada palabra suya, cada gesto de desprecio, alimentaba mi determinación.
Fingí una mueca de dolor, llevándome una mano al vientre para que me dejara en paz.
Él me miró con desconfianza, como si pudiera leer mis pensamientos.
"Más te vale que no estés fingiendo. No intentes nada estúpido, Elena. Sabes que todo el pueblo piensa que tú y tu madre son unas brujas. Un solo grito mío y te linchan en la plaza sin hacer preguntas. Puedo hacer que tu vida sea un infierno mucho peor de lo que ya es" .
La amenaza quedó flotando en el aire, pesada y sofocante.
Me quedé quieta, dejando que creyera que me había intimidado.
Pero su amenaza tuvo el efecto contrario.
Ya no había miedo, solo una fría y clara certeza.
No iba a permitir que me destruyera.
En un último intento desesperado, una estupidez nacida de la añoranza por un pasado que ya no existía, susurré su nombre.
"Ricardo..."
Levanté la vista, buscando un rastro del hombre del que una vez me enamoré.
"¿Te acuerdas cuando me prometiste que siempre me cuidarías?"
Su rostro se endureció hasta volverse una máscara de hielo.
Se inclinó hacia mí, su aliento olía a café caro y a crueldad.
"Ese Ricardo está muerto, Elena. Tú y tu madre lo mataron el día que decidieron arruinar a mi familia. Ahora solo te queda pagar tu deuda. Y la pagarás, te lo juro" .
Se dio la vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta con un golpe seco que resonó como el cerrojo de mi celda.
Me quedé sola, con el eco de sus palabras y el movimiento del bebé en mi interior.
Ya no era un recordatorio de mi prisión.
Ahora era mi cómplice.
Y juntos, íbamos a escapar.