"¡Mira lo que le hiciste!" me gritó Ricardo, mientras Sofía se apoyaba en él, fingiendo que le faltaba el aire.
"Casi me da un ataque, Ricardo. Ella... ella me quería hacer daño" , sollozó Sofía, escondiendo su rostro en el pecho de él.
Era una actuación digna de un premio.
Su cuerpo temblaba ligeramente, sus sollozos eran delicados y convincentes.
Pero yo vi la fugaz mirada de triunfo en sus ojos antes de que los ocultara.
"Yo no le hice nada" , dije con la voz rota. "La fruta cayó al suelo. ¡Ni siquiera la toqué!"
Pero nadie me escuchaba.
Las voces de la gente a nuestro alrededor se alzaron, tejiendo una red de acusaciones a mi alrededor.
"¡Descarada!"
"Pobre señorita Sofía, tan buena que es" .
"Deberían encerrarla. Es un peligro" .
"Tal palo, tal astilla. Igual de bruja que su madre" .
Cada comentario era una piedra que me lanzaban.
Me sentí desnuda, expuesta, juzgada por un jurado de extraños que ya habían dictado sentencia.
Ricardo me ignoró por completo.
Toda su atención estaba en Sofía, a quien trataba como si fuera de porcelana.
"Vamos, Sofía, te llevaré a casa. Necesitas descansar" .
La guio con cuidado, apartándose de mí como si yo tuviera una enfermedad contagiosa.
Cuando pasó a mi lado, se detuvo solo un instante para escupir su veneno.
"Te juro, Elena, que si a Sofía o al bebé les pasa algo por tu culpa, desearás no haber nacido. Te quedarás aquí. No quiero verte cerca de la casa hasta que me calme" .
Y se fue.
Simplemente se dio la vuelta y se alejó, llevándose a su preciosa prima, dejándome sola en medio del mercado, bajo la mirada condenatoria de docenas de personas.
Me quedé paralizada, incapaz de moverme.
El mundo a mi alrededor se convirtió en un zumbido sordo.
Las caras se deformaban, las voces se mezclaban en un murmullo incomprensible.
Un calambre violento, mucho más fuerte que los anteriores, me atravesó el vientre.
Me doblé, soltando un gemido ahogado.
El dolor era tan intenso que me robó el aliento.
Mi visión se volvió borrosa, puntos negros bailaban frente a mis ojos.
Sentí que mis piernas cedían.
Caí de rodillas sobre el empedrado sucio, y luego mi cuerpo se desplomó hacia un lado.
Lo último que vi fue el cielo azul brillante sobre el bullicio del mercado.
Nadie se acercó.
Nadie me ofreció una mano.
Me dejaron tirada en el suelo, como un saco de basura.
Mientras la oscuridad me envolvía, un fragmento de memoria brilló en mi mente.
Era yo, mucho más joven, con la rodilla raspada después de una caída en bicicleta.
Ricardo corría hacia mí, con el pánico dibujado en su rostro infantil.
Me levantaba con cuidado, me limpiaba las lágrimas y me decía: "No te preocupes, Elenita. Yo te cuido" .
La ironía era tan cruel, tan dolorosa, que incluso en mi estado de semiinconsciencia, sentí una lágrima caliente escaparse y rodar por mi sien hasta perderse en el polvo del suelo.