Su preocupación era genuina, un amor puro que me dolía en el alma. Mi padre, aunque feliz, también compartía ese miedo. Lo veía en sus ojos, en la forma en que me miraba, como si intentara memorizar mi rostro.
"Tu madre tiene razón, Sofía. Es un mundo diferente. Pero confiamos en ti. Eres fuerte".
A pesar de tener el corazón roto por la traición de Mateo, supe que tenía que ser fuerte por ellos. No podía dejar que mi dolor personal arruinara este momento, esta oportunidad que era tanto para ellos como para mí. Respiré hondo y les sonreí, una sonrisa que me costó todo el esfuerzo del mundo.
"Mamá, papá, voy a estar bien. Es una oportunidad única, la que ustedes siempre quisieron para mí. No la voy a desperdiciar. Y no estaré sola, les hablaré todos los días".
Logré calmarlos, o al menos eso pareció. Les prometí que todo saldría bien, que esta era la puerta a un futuro mejor para todos. Me creyeron, porque querían creerme. Porque la esperanza era lo único que teníamos.
Más tarde, encerrada en mi cuarto, miré mis cuadernos de dibujo, mis lienzos a medio terminar. La imagen de Mateo y Camila susurrando a mis espaldas volvía una y otra vez. El dolor era agudo, pero debajo de él, una nueva sensación empezaba a crecer: la determinación. Esta beca ya no era solo un sueño, ahora era mi escape. Era mi manera de demostrarles, a ellos y a mí misma, que mi talento no era "local", que mi sueño no era una fantasía ingenua. España era mi futuro, un futuro sin Mateo.
Justo cuando empezaba a sentir un poco de paz, sonó el timbre. Mi madre abrió y supe de inmediato quiénes eran por el tono tenso de su voz. Eran Mateo y Camila. Aparecieron en el umbral de mi cuarto con expresiones calculadas de preocupación.
"Sofi, vinimos a ver cómo estabas", dijo Camila con una dulzura empalagosa que me revolvió el estómago. "Debes estar tan emocionada. Y un poco asustada, ¿no?".
Mateo se quedó detrás de ella, sin atreverse a mirarme a los ojos.
"Nos preocupamos por ti", añadió él, como si fuera un loro repitiendo una frase aprendida.
La hipocresía era tan densa que se podía cortar con un cuchillo. Antes de que yo pudiera responder, Camila continuó, su voz ahora con un matiz de victimismo.
"Es solo que... yo de verdad quería ir. Mi psicólogo dice que un cambio de aires me haría bien. He estado bajo mucho estrés".
No pude contenerme.
"¿Estrés? ¿Qué tipo de estrés, Camila? ¿Elegir qué ropa de diseñador ponerte por la mañana?".
Mateo saltó inmediatamente en su defensa, su voz subiendo de tono, finalmente mirándome con reproche.
"¡Sofía, no seas así! ¡Camila está destrozada! Tú no entiendes la presión que tiene de su familia. Siempre has tenido todo fácil, con tu 'talento'".
La forma en que dijo la palabra "talento", con tanto desdén, fue la confirmación final. Lo miré con una frialdad que no sabía que poseía. La chica ingenua y enamorada había muerto en el patio de la fábrica.
"Gracias por su visita", dije, mi voz plana y sin emoción. "Pero estoy muy ocupada empacando. Tengo un vuelo que tomar".
Los miré fijamente, sin parpadear, hasta que entendieron que la conversación había terminado. Se fueron, dejando un silencio incómodo en el departamento. Mi madre me miró, con los ojos llenos de preguntas, pero no dijo nada. Yo tampoco. No había nada que decir. La decepción era un sabor amargo en mi boca, un frío que se instalaba en mi pecho. Mateo ya no era parte de mi vida.