Mis pulmones ardían, mis piernas protestaban, pero seguí corriendo. No sabía a dónde iba, solo sabía que tenía que alejarme de él, de ellos. Terminé en un parque cercano, el mismo donde solía llevar a Diego a jugar cuando era pequeño. Me dejé caer en una banca, temblando.
La traición era un veneno de acción lenta, y ahora sentía todos sus efectos. Mi esposo, mi hijo, mi hermana. Mi mundo entero era una farsa.
Después de un rato, el frío me obligó a pensar con más claridad. No podía huir así, sin nada. Tenía que volver, pero no como la víctima rota. Tenía que ser inteligente.
Regresé a la casa sigilosamente. La encontré vacía. Mateo seguramente había ido a consolar a Camila. La idea me revolvió el estómago.
Movida por un impulso, fui a su estudio, un lugar que siempre había considerado nuestro espacio. Empecé a buscar, sin saber qué. Abrí cajones, revisé papeles. Y entonces lo encontré.
En el fondo de un cajón, bajo una pila de documentos financieros, había una caja de madera. No estaba cerrada con llave. Dentro, había fotos. Fotos de Mateo y Camila. Besándose en París, abrazados en una playa, riendo en cenas íntimas. Y cartas. Cartas de amor que mi hermana le escribía a mi esposo.
"Mi amor," leía una, "pronto Sofía no será más que un mal recuerdo. Y todo será nuestro. Tú, yo y el imperio que ella construyó para nosotros. Ten paciencia. Nuestro plan es perfecto."
La fecha de la carta era de seis meses antes de mi arresto.
Había más. Un retrato de Camila, pintado al óleo, escondido detrás de un cuadro de nuestra boda. Él había reemplazado mi rostro con el de ella, simbólicamente, mucho antes de hacerlo en la realidad.
Recordé una vez, un año antes de todo, que le pedí a Mateo que me acompañara a una importante gala de la moda en Milán. Era un gran honor para mí.
"No puedo, Sofía," me dijo con pesar fingido. "Tengo demasiado trabajo en la oficina. Alguien tiene que mantener el fuerte mientras tú te vas de fiesta."
Me sentí culpable. Fui sola. Ahora, viendo una foto de él y Camila brindando con champaña en una terraza con vistas al Coliseo de Roma, fechada en esos mismos días, entendí. Su "trabajo" era su aventura.
Todo mi sufrimiento, mis cinco años en el infierno, no fueron un daño colateral. Fueron el objetivo principal. Mi dolor era el precio que pagaron gustosamente para conseguir su felicidad.
Escuché el auto de Mateo llegar. Rápidamente, volví a poner todo en su lugar, pero tomé una de las cartas y una foto. Las guardé en el bolsillo de mi pantalón.
Cuando entró, yo estaba sentada en el sofá de la sala, con la mirada perdida.
"Sofía, ¿dónde estabas? Me preocupé," dijo, con su máscara de esposo atento de nuevo en su sitio.
No respondí. Él se sentó a mi lado, intentando tomar mi mano.
"Sé que es un shock. Pero tienes que entenderlo. Lo hice por amor."
"Entiendo," dije, con una voz monótona que no reconocí como mía.
Él pareció aliviado.
"Bien. Mañana daremos una cena familiar. Para celebrar tu regreso. Será bueno que todos te vean, que vean que estamos bien."
Una cena familiar. Una celebración. La idea era tan grotesca que casi me reí. Pero asentí.
"Está bien."
Él sonrió, satisfecho. Creía que me había roto. Creía que me tenía bajo control. No sabía que la Sofía ingenua había muerto en el baño esa noche.
Cuando se fue a dormir, saqué mi celular, un modelo antiguo que me devolvieron al salir. Busqué en mis contactos hasta que encontré el número. Recé para que no lo hubiera cambiado.
"¿Hola?" respondió una voz joven y familiar.
"Ricardo," susurré. "Soy Sofía. Necesito tu ayuda."
Hubo un silencio al otro lado de la línea, y luego, la voz inquebrantable de mi antiguo asistente, el único que siempre creyó en mi inocencia.
"Señora Ramírez. Dígame qué necesita. Haré lo que sea."
Una pequeña llama de esperanza se encendió en mi pecho. No estaba completamente sola.