La puerta se abrió con un suave crujido. Era Leo, mi único amigo en esta casa, otro sirviente que, como yo, conocía la dureza del mundo.
"Miguel", dijo en voz baja, su rostro lleno de preocupación. "Te traje algo de comer. No has probado bocado en todo el día".
Llevaba una pequeña bandeja con pan y un vaso de agua.
Negué con la cabeza.
"No tengo hambre, Leo".
"Tienes que comer algo. Necesitas fuerzas", insistió. "Lo que te hicieron hoy... no es justo. Todos en la casa están hablando de eso. Es una vergüenza".
Su lealtad era un pequeño bálsamo en mi herida abierta. Pero antes de que pudiera agradecerle, la puerta de mi habitación se abrió de golpe, estrellándose contra la pared.
Dos guardias del Príncipe Heredero, vestidos con armaduras relucientes, entraron a la fuerza. Detrás de ellos, con la misma sonrisa arrogante de la mañana, apareció Alejandro.
Su presencia imponente hizo que mi pequeña habitación se sintiera aún más claustrofóbica. Miró a Leo con desdén.
"¿Quién te dio permiso para entrar aquí?", espetó uno de los guardias.
Leo se puso pálido, pero se mantuvo firme.
"Solo le traje comida a mi amigo".
"¿Amigo?", se burló el guardia, y sin previo aviso, le dio un puñetazo en el estómago.
Leo se dobló, tosiendo, y la bandeja cayó al suelo con un estrépito. El vaso de agua se hizo añicos, esparciendo vidrios por el suelo de madera.
"¡Leo!", grité, intentando levantarme, pero el otro guardia me empujó de vuelta a la cama con la punta de su lanza.
"Tú no te mueves", gruñó.
Alejandro observaba la escena con diversión, como si estuviera viendo una obra de teatro. Se acercó a mí, sus pasos lentos y deliberados. Se agachó y recogió un trozo del pan que había caído al suelo.
"Pobreza... siempre tan dramática", dijo, arrojando el pan a un rincón.
Luego, sacó de nuevo la prenda íntima de Sofía de su bolsillo. La sostuvo frente a mi cara, tan cerca que podía oler el perfume caro de él mezclado con el aroma familiar de ella. El olor me revolvió el estómago.
"¿Sabes?", continuó, su voz baja y conspiradora. "Sofía tiene una piel increíblemente suave. Especialmente en ciertos lugares...".
Levantó la prenda y la olió de nuevo, esta vez con una inhalación ruidosa y obscena.
"Me dijo que le encanta cómo grito su nombre. Dice que nadie lo ha hecho con tanta pasión".
Cada palabra era un golpe, una agresión calculada para destruirme. La rabia me cegó. Quería arrancarle esa sonrisa de la cara.
Alejandro pareció leer mis pensamientos. Se inclinó aún más, su rostro a centímetros del mío.
"No te preocupes, Miguel Ángel. Sofía seguirá siendo tu prometida. Se casarán, como estaba planeado. Pero vendré a visitarla a menudo. A veces, incluso me quedaré a dormir en su habitación. Y tú... tú no harás nada".
Su amenaza era clara. No solo quería a Sofía, quería humillarme, restregarme su poder en la cara cada día.
"Serás el cornudo más famoso del reino", susurró, y luego se echó a reír. Una risa fría y cruel que resonó en las paredes de mi pequeña habitación.
Se puso de pie y se sacudió el polvo imaginario de su ropa.
"Llévense a esa basura", ordenó, señalando a Leo, que seguía en el suelo, adolorido.
Los guardias arrastraron a Leo fuera de la habitación. Escuché sus quejidos de dolor mientras se lo llevaban por el pasillo.
Alejandro me dirigió una última mirada, una mezcla de triunfo y desprecio.
"Nos veremos pronto, cuñado".
Y con eso, se fue, dejándome solo en la oscuridad, con el eco de su risa y el olor de la traición flotando en el aire.