El señor Sánchez me arrastró de vuelta a mi habitación y me arrojó dentro como a un saco de papas. Caí al suelo, y el dolor de mi espalda y mi mano me arrancaron un gemido.
"¡Y te quedas aquí hasta que aprendas tu lección!", gritó, antes de cerrar la puerta de un portazo.
Durante los siguientes días, me trataron peor que a un animal. El señor Sánchez me insultaba cada vez que me veía.
"Inútil", me escupía. "Parásito. Debería haberte dejado morir de hambre en la calle".
La comida que me daban era escasa y de mala calidad. Mi cuerpo sanaba lentamente, pero las heridas de mi alma se hacían más profundas.
Una tarde, harto de la situación, me enfrenté a ellos en el comedor. Sofía estaba allí, sentada en silencio, con la mirada perdida.
"Quiero romper el compromiso", dije, mi voz firme a pesar del temblor de mis manos.
El señor Sánchez se echó a reír, una risa desagradable y hueca.
"¿Romper el compromiso? ¿Tú? ¿Quién te crees que eres para exigir algo?".
"No voy a ser parte de esta farsa. No voy a quedarme aquí para ser humillado. Sofía es libre de hacer lo que quiera, pero yo no seré su marido de conveniencia".
La señora Sánchez se levantó de un salto, su rostro deformado por la ira.
"¡Cómo te atreves, insolente! Después de todo lo que hemos hecho por ti. Te recogimos de la basura, te dimos un techo, comida, educación. ¡Y así es como nos pagas!".
Me abofeteó con todas sus fuerzas. El golpe me hizo girar la cabeza, y el sabor metálico de la sangre llenó mi boca de nuevo.
"¡Le debes todo a esta familia!", continuó gritando. "¡Tu vida nos pertenece!".
"No les debo nada", respondí, mirándola directamente a los ojos. "Trabajé por cada bocado de pan. Cuidé de Sofía, la protegí, luché en nombre de esta familia en disputas con otros nobles menores. He pagado mi deuda con creces".
"¿Crees que tu insignificante trabajo se compara con la gracia que te hemos mostrado?", intervino el señor Sánchez, acercándose amenazadoramente. "Te dimos un nombre, una posición. ¡Te permitimos comprometerte con nuestra hija!".
"Un compromiso que ustedes arreglaron para atarme a su servicio", repliqué. "Nunca me preguntaron si yo quería. Nunca le preguntaron a ella".
La señora Sánchez soltó una risita amarga.
"¿Crees que te acogimos por caridad? Eres un tonto. Vimos en ti a un sirviente fuerte y leal. Un perro guardián para nuestra Sofía. Y ahora, tienes una última utilidad: ser el marido cornudo que nos permitirá entrar en la familia real. Eres un peón, Miguel Ángel. Nada más".
Sus palabras me atravesaron. Siempre lo había sospechado, en el fondo de mi corazón, pero escucharlo de sus labios lo hizo real. Todo había sido un cálculo. Mi vida entera en esa casa había sido una transacción comercial.
"Pueden quedarse con su casa, su comida y su supuesta gracia", dije, mi voz temblando de una ira fría. "Pueden obligarme a hacer muchas cosas, pero no pueden obligarme a aceptar esta humillación. Mi amor por Sofía... lo que quedaba de él, ha muerto. No me casaré con ella".
"Oh, sí que lo harás", dijo el señor Sánchez, su voz bajando a un susurro peligroso. "Lo harás. Porque no tienes otra opción".
Comprendí en ese momento la profundidad de su crueldad. No se trataba solo de ambición. Disfrutaban viéndome sufrir. Disfrutaban de su poder sobre mí.
Me di cuenta de que yo era solo una pieza en su tablero de ajedrez. Una pieza que estaban dispuestos a sacrificar sin dudarlo para ganar el juego. Pero se equivocaban en una cosa.
Yo no era un peón. Y ya no iba a dejar que movieran mis piezas.