El golpe fue sólido. El príncipe tropezó hacia atrás, sorprendido, con una mano en la mandíbula. Una gota de sangre brotó de su labio. Por un glorioso segundo, la expresión de arrogancia en su rostro fue reemplazada por una de puro asombro.
Pero ese segundo fue todo lo que tuve.
Sus guardias reaccionaron al instante. Me sujetaron por los brazos, torciéndolos dolorosamente detrás de mi espalda. Me arrojaron al suelo de rodillas.
Luché con todas mis fuerzas, una furia desesperada recorriendo mi cuerpo. Logré liberarme de uno de los guardias y le di un codazo al otro en las costillas, pero eran demasiados. Me redujeron rápidamente, sus botas de metal presionando mi espalda y mi cabeza contra el frío mármol del suelo.
"¡Insolente! ¡Cómo te atreves a tocar a Su Alteza!", gritó uno de ellos, dándome una patada en el costado.
El dolor fue agudo, pero la humillación era peor.
En ese momento, el señor y la señora Sánchez llegaron corriendo, atraídos por el alboroto. Al ver la escena, el rostro del señor Sánchez se contrajo en una máscara de furia.
"¡Miguel Ángel! ¡Bastardo ingrato!", rugió.
Pero su furia no era por mí. Era por el príncipe. Se apresuró a ayudar a Alejandro a levantarse, ignorándome por completo.
"Su Alteza, ¿está usted bien? ¡Por favor, perdónenos! ¡Este animal no sabe lo que hace!".
Alejandro se limpió la sangre del labio con el dorso de la mano. Su mirada, ahora, era gélida.
"Parece que tu perro necesita una lección de modales, Sánchez".
El señor Sánchez no necesitó más indicaciones. Se acercó a un perchero, tomó un pesado látigo de cuero que usaba para los caballos y se dirigió hacia mí.
"Voy a enseñarte a respetar a tus superiores", siseó, con los dientes apretados.
Mi corazón se hundió. El hombre que me había criado, que a veces había actuado como un padre para mí, ahora me miraba como si fuera un insecto que debía aplastar.
Los guardias me levantaron, sosteniéndome para que no pudiera moverme.
El primer latigazo me golpeó en la espalda. El cuero se clavó en mi piel, enviando una ola de dolor ardiente por todo mi cuerpo. Grité, no tanto por el dolor físico como por la traición.
Otro latigazo. Y otro.
Perdí la cuenta. El dolor se convirtió en un zumbido sordo, mi camisa se pegaba a mi espalda con sangre. Mi vista se nubló.
"¡Basta, padre!", escuché la voz de Sofía.
Levanté la cabeza con dificultad. Ella estaba allí, en lo alto de la escalera, con los ojos llenos de lágrimas. Pero no se movió. No bajó a defenderme. Solo miraba, horrorizada pero inmóvil.
El señor Sánchez se detuvo, jadeando.
"Su Alteza, le ruego que nos disculpe. Castigaré a este insolente severamente".
"Arrodíllate y pide perdón al príncipe", me ordenó la señora Sánchez, su voz aguda y estridente.
Me negué. No podía. Mi dignidad era lo único que me quedaba.
El señor Sánchez me dio una patada en la parte posterior de las rodillas, forzándome a caer. Presionó mi cabeza contra el suelo.
"¡Pide perdón!", gritó.
Alejandro se acercó, sus botas lustradas deteniéndose justo frente a mis ojos.
"No, no", dijo con una calma aterradora. "No es necesario que se disculpe. De hecho, admiro su... pasión".
Se agachó, tomándome del cabello y forzándome a mirarlo.
"Pero que esto te sirva de lección. Yo siempre obtengo lo que quiero. Y ahora, quiero a Sofía. Y te quiero a ti aquí, viéndolo todo. ¿Entendido?".
Escupí sangre al suelo, mi única respuesta.
Él sonrió, una sonrisa torcida y cruel.
"Bien".
Se levantó y se dirigió a los Sánchez.
"Espero que su hija esté lista para mi visita de mañana por la noche. Asegúrense de que la casa esté tranquila".
"Por supuesto, Su Alteza. Nos encargaremos de todo", dijo la señora Sánchez, con una reverencia.
Alejandro se fue, y sus guardias me soltaron. Caí al suelo, un bulto adolorido y sangrante.
El señor Sánchez se acercó y me miró con puro odio.
"Eres una desgracia. Una vergüenza para esta familia".
Recordé a la señora Sánchez, años atrás, curando mis rodillas raspadas cuando me caía jugando. Me traía un vaso de leche caliente antes de dormir. Ahora, su rostro solo reflejaba ambición y desprecio.
"Levántate", me ordenó mi "padre" adoptivo.
Apenas pude ponerme de pie. Me dolía cada centímetro del cuerpo.
"Desde hoy, no eres más que un sirviente en esta casa. Y si vuelves a causar problemas, te juro que te mataré con mis propias manos".
Luego, como si no fuera suficiente, pisó mi mano con su bota, aplastando mis dedos contra el suelo.
Un grito de agonía escapó de mis labios.
A través de un velo de dolor, vi a Sofía, todavía en lo alto de la escalera, con una mano sobre la boca. Lloraba en silencio. Pero sus lágrimas no me ofrecían ningún consuelo. Eran lágrimas de culpa, no de compasión.
Esa noche, me di cuenta de que estaba completamente solo.