Ricardo, mi marido, el poderoso líder del cartel, sostenía a su nuevo hijo en brazos, sonriendo para las fotos, con Elena a su lado, radiante, como si ella fuera la verdadera señora de la casa. Y en cierto modo, lo era. La gente los felicitaba, les daba regalos, los admiraba. A nosotras, a Camila y a mí, nadie nos miraba. Éramos un adorno incómodo, un recordatorio de un pasado que Ricardo prefería olvidar.
"Mamá, ¿por qué no estamos con papá?"
La voz de Camila, tan pequeña y delgada, me llegó al corazón. Tenía solo cinco años, pero sus ojos ya entendían la injusticia.
"Papá está ocupado, mi amor. Es una fiesta para tu primito."
Le mentí, como le mentía todos los días. La verdad era demasiado cruel. La verdad era que su padre prefería al hijo de otra mujer.
Elena se acercó a nosotros, su vestido blanco y caro contrastaba con mi simple vestido negro, el que usaba casi todos los días. Su sonrisa era amplia y brillante para el resto de los invitados, pero cuando sus ojos se posaron en nosotras, se volvieron fríos como el hielo.
"Sofía, querida, qué bueno que vinieron," dijo con una voz dulce y falsa. "Asegúrate de que Camila no moleste a los invitados. Y que no coma demasiados dulces, no quiero que se enferme."
Mientras hablaba, su mano se posó en el brazo de Camila, y discretamente, le clavó las uñas. Camila soltó un pequeño quejido de dolor y me miró con los ojos llenos de lágrimas. Elena le sonrió, una sonrisa que no llegaba a sus ojos, y luego se alejó para volver al lado de Ricardo, volviendo a ser la anfitriona perfecta. Apreté la mano de mi hija, sintiendo la rabia hervir dentro de mí, pero no podía hacer nada. Estaba atrapada.
De repente, el sonido de la banda fue reemplazado por otro, mucho más aterrador. Gritos. Disparos. El pánico se apoderó de la fiesta. Hombres armados, enemigos de Ricardo, habían entrado a la hacienda. La gente corría en todas direcciones. Ricardo reaccionó al instante. Agarró a Elena por la cintura y la empujó detrás de él, protegiéndola a ella y a su hijo con su propio cuerpo. Sus ojos se cruzaron con los míos por un segundo. Vi el pánico en su rostro, y luego, la decisión.
"¡Ricardo!", grité, agarrando a Camila con fuerza.
Él me miró, luego miró a Elena, que lloraba aferrada a él. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y corrió con ella hacia la casa, dejándonos a Camila y a mí solas en medio del caos, a merced de sus enemigos. Fue la última vez que lo vi en un año. Los hombres me agarraron, me golpearon y me arrastraron fuera de la hacienda. Lo último que vi fue el rostro aterrorizado de mi hija mientras los sirvientes se la llevaban.
Ese año fue un infierno. Me encerraron en un sótano oscuro y húmedo. Me torturaron. Me hicieron preguntas sobre los negocios de Ricardo, preguntas que yo no podía responder. Me golpearon hasta que perdí el conocimiento, me dejaron sin comida por días, me humillaron de todas las formas posibles. El tiempo perdió todo sentido. Solo existía el dolor, la oscuridad y el recuerdo de los ojos de mi hija. Cada día, pensaba que iba a morir. Y cada día, una pequeña parte de mí deseaba hacerlo, solo para que el sufrimiento terminara. Pero el pensamiento de Camila me mantenía viva. Tenía que volver con ella. Tenía que sobrevivir por ella.
Un día, sin ninguna explicación, la puerta de mi celda se abrió. Mis captores habían sido asesinados o habían huido, no lo supe. Simplemente me encontré libre. Débil, cubierta de cicatrices y más delgada que nunca, caminé durante días hasta que llegué a un pueblo donde pude conseguir ayuda. Me tomó semanas recuperar un poco de fuerza, pero mi único pensamiento era volver a casa, a la hacienda, a mi hija. Cuando finalmente llegué, la casa parecía la misma desde afuera, pero por dentro, todo había cambiado. El aire era pesado, opresivo. Busqué a Camila por todas partes, pero no la encontré en su habitación. Su cuarto estaba vacío, cubierto de polvo, como si nadie hubiera entrado en meses. El pánico me invadió.
Corrí por la casa, gritando su nombre. Fue Don Ernesto, el viejo mayordomo, quien me encontró. Sus ojos se llenaron de sorpresa y de una profunda tristeza al verme.
"Señora Sofía... está viva."
"¿Dónde está mi hija, Ernesto? ¿Dónde está Camila?", le supliqué, agarrándolo por los brazos.
Él no pudo mirarme a los ojos. Con la cabeza gacha, me señaló hacia la parte trasera de la propiedad. Caminé, con el corazón latiendo con fuerza en mi pecho, hasta que llegué a las perreras. Y allí la vi. Mi hija, mi pequeña Camila, estaba encerrada en una jaula con dos perros grandes y salvajes. Estaba sucia, con el pelo enredado y la ropa rota. Tenía los huesos marcados en su piel pálida, y en sus ojos había un vacío que nunca antes había visto. Comía de un tazón de metal en el suelo, las mismas sobras que les daban a los perros. Sentí que el mundo se derrumbaba a mi alrededor. Mi cuerpo, que había soportado un año de tortura, finalmente se rindió al dolor. Caí de rodillas, y un grito desgarrador salió de lo más profundo de mi alma.
Mientras yo lloraba en el suelo sucio, a lo lejos, en la terraza principal de la hacienda, escuché risas. Ricardo y Elena estaban celebrando. Brindaban con copas de champán, celebrando su aniversario. El aniversario del día en que me abandonaron para morir. El día en que comenzó el infierno para mi hija.