Adiós al Viejo Dolor
img img Adiós al Viejo Dolor img Capítulo 3
4
Capítulo 5 img
Capítulo 6 img
Capítulo 7 img
Capítulo 8 img
Capítulo 9 img
Capítulo 10 img
img
  /  1
img

Capítulo 3

"¡Les digo que no la conozco!", gritó Ricardo, su voz resonando en el pequeño despacho al que me habían arrastrado. Los guardias me soltaron y cerraron la puerta, dejándonos a solas. La música de la fiesta se oía lejana, un eco de un mundo al que ya no pertenecía.

Me enfrenté a él, el hombre que me había abandonado, el padre de mi hija. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos ardían de ira y, quizás, de miedo.

"¿No me conoces, Ricardo? ¿Después de diez años de matrimonio? ¿Después de darte una hija?"

"¡Cállate!", siseó, acercándose a mí. "Sofía está muerta. Murió hace un año. Los reportes dijeron que te encontraron en una fosa común. Hicimos un funeral. Lloré por ti."

"¿Lloraste por mí?", mi risa sonó seca, rota. "Lloraste mientras tu amante se mudaba a mi casa, dormía en mi cama y maltrataba a mi hija."

"Elena no tiene nada que ver en esto," dijo, su voz se suavizó un poco, tratando de usar el tono manipulador que siempre funcionaba conmigo. "Tuve que seguir adelante, Sofía. Por el bien del negocio, por el bien de todos. Pensé que te había perdido. Elena estuvo ahí para mí, me ayudó a superar el dolor. Me dio un hijo, un heredero."

Su intento de justificación era tan patético, tan egoísta, que me provocó náuseas. No había dolor en sus palabras, solo excusas para cubrir su traición.

"No me hables de tu dolor, Ricardo. No tienes ni idea de lo que es el dolor."

"Seguridad," gritó él hacia la puerta. "Llévenla a la habitación de huéspedes del ala norte. No dejen que salga."

Dos hombres entraron y me agarraron de los brazos. No me resistí. Me arrastraron por pasillos que antes recorría como la dueña y señora. Me llevaron a mi antigua habitación, a nuestro antiguo dormitorio. Pero ya no era el mío. Las paredes habían sido pintadas de un color crema impersonal. Mis muebles, mis libros, mis fotografías... todo había desaparecido. En su lugar había una cama anónima, un armario vacío y un olor a cerrado, a abandono. Habían borrado cada rastro de mi existencia, como si nunca hubiera vivido allí. El único lugar que había considerado mi hogar se había convertido en una celda más.

Me quedé sola en la habitación vacía, el silencio era abrumador. Pero un solo pensamiento consumía mi mente, más fuerte que la humillación, más fuerte que el dolor.

Camila.

Tenía que encontrar a mi hija.

Esperé a que los pasos de los guardias se alejaran. Forcé la cerradura de la puerta con una horquilla que había escondido, una de las pocas habilidades que aprendí en mi cautiverio. Salí al pasillo en silencio. La casa estaba en penumbra, solo las luces de la fiesta lejana iluminaban débilmente los corredores. No sabía a dónde ir. ¿Dónde esconderían a una niña que no querían que nadie viera?

Mi corazón me guió. Bajé las escaleras, evitando a los pocos sirvientes que quedaban, y salí al jardín trasero. La noche era fría. Caminé por el césped húmedo, llamándola en susurros.

"Camila... mi amor, ¿dónde estás?"

Un ladrido me respondió. Venía de la parte más alejada de la propiedad, donde Ricardo mantenía a sus perros de pelea. Un miedo helado recorrió mi espalda. No podía ser. Nadie sería tan cruel. Corrí hacia allí, tropezando en la oscuridad, con el corazón en la garganta. Y entonces lo vi.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022