Amor Después de la Tormenta
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Capítulo 1

Las cenizas de mi abuela estaban esparcidas por el lodo.

La pequeña urna de madera, la que yo mismo había elegido, estaba rota en pedazos junto a la lápida. Alguien había venido, había desenterrado el lugar donde la habíamos puesto a descansar temporalmente y lo había profanado.

La lluvia fría de la mañana me empapaba la ropa, pero no sentía nada.

Mis rodillas se hundieron en la tierra mojada. Con los dedos temblorosos, traté de juntar las cenizas, pero solo lograba mezclar más el gris pálido con el negro de la tierra. Era inútil, un sacrilegio sobre otro.

Un grito seco y ahogado se escapó de mi garganta.

No era un grito de tristeza, era de pura rabia.

Sabía quién había hecho esto, o mejor dicho, quién lo había ordenado. Solo una persona en el mundo era tan cruel, tan posesiva como para usar a los muertos para controlar a los vivos.

Damián.

Mi teléfono sonó, vibrando en mi bolsillo. No necesitaba mirar la pantalla.

"¿Ya lo viste, León?"

La voz de Mateo, el hombre de confianza de Damián, sonaba extrañamente tensa por el teléfono, casi culpable.

"¿Por qué, Mateo? ¿Por qué mi abuela?" mi voz era apenas un susurro roto.

Hubo un silencio al otro lado. Pude imaginar a Mateo, un hombre grande y usualmente impasible, luchando por encontrar palabras.

"El señor Damián... no está bien desde que te fuiste. Dice que tienes que volver."

"¿Y esta es su manera de pedírmelo?" reí, un sonido horrible y sin alegría. "¿Destruyendo lo único que me quedaba de ella?"

"León, yo... no estoy de acuerdo con esto. Se lo dije. Pero él cree que es la única forma. Dice que si no vuelves por las buenas, te obligará a ver cómo ni siquiera puedes darle un entierro digno a tu abuela."

Las palabras de Mateo confirmaron mis sospechas y solidificaron el odio que sentía en el pecho. Damián no había cambiado. Desde que Isabela, su verdadero amor, había vuelto, yo había dejado de ser una persona para él. Me había convertido en un objeto, un sustituto que ahora se atrevía a tener voluntad propia.

Recordé la última vez que Damián me había mirado con algo parecido al cariño. Fue hace meses, antes de que Isabela reapareciera en su vida. Él me había sostenido la cara entre las manos y me había dicho: "León, nunca me dejes. Eres lo único real que tengo."

Qué mentira tan patética.

Yo fui su ancla cuando Isabela lo dejó. Lo saqué de la depresión, manejé sus negocios cuando él no podía ni levantarse de la cama, aguanté sus cambios de humor y su maltrato. Creí que con el tiempo, su gratitud se convertiría en amor. Fui un idiota. En el momento en que Isabela chasqueó los dedos, volví a ser la sombra, el reemplazo conveniente.

"Dile a Damián," dije con una calma que me sorprendió a mí mismo, "que me dé una hora."

"¿Volverás?" preguntó Mateo, con un claro alivio en su voz.

"Tengo que recoger las cenizas de mi abuela," respondí, sin contestar realmente a su pregunta.

Colgué antes de que pudiera decir más.

Un coche negro y lujoso apareció al final del camino del cementerio. No era el de Mateo. La puerta del conductor se abrió y un hombre con traje, al que no conocía, bajó y caminó hacia mí. Su rostro era una máscara de profesionalismo frío.

"Señor León, soy el abogado del señor Damián. Me ha pedido que me asegure de que no tome ninguna decisión precipitada."

Se paró a unos metros de distancia, como si temiera contagiarse de mi desgracia.

"¿Decisiones precipitadas? ¿Como intentar darle un entierro digno a mi familia?"

"El señor Damián ha sido muy claro," continuó el abogado, ignorando mi sarcasmo. "Usted debe volver a la casa. Si coopera, él se encargará personalmente de todos los arreglos funerarios. Comprará la mejor parcela, ordenará la lápida más cara. Si no coopera..."

Dejó la amenaza flotando en el aire.

Mi teléfono volvió a sonar. Esta vez, la pantalla mostraba "Damián". El corazón me dio un vuelco violento. Dudé un segundo antes de contestar.

"¿Ya te cansaste de jugar en el lodo, mi amor?"

Su voz era suave, casi melosa, pero por debajo corría una corriente de acero.

"Damián, por favor. No hagas esto."

"¿Hacer qué, León? ¿Intentar que mi esposo vuelva a casa? Te fuiste sin decir una palabra. Me preocupé."

"¡Profanaste la tumba de mi abuela!" grité, la rabia finalmente rompiendo mi falsa calma.

"Fue un desafortunado accidente," dijo con una tranquilidad exasperante. "Unos vándalos, seguramente. Pero no te preocupes, yo lo arreglaré todo. Solo tienes que volver. Sube al coche que te mandé. Ahora."

Sentí una oleada de impotencia. Miré las cenizas esparcidas, la tierra profanada. Tenía razón. Sin su dinero, sin su poder, me llevaría semanas, quizás meses, poder arreglar este desastre. Él lo sabía. Era un chantaje perfecto y cruel.

"¿Y si no lo hago?" pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

"Entonces esas cenizas se quedarán ahí, León. Se las llevará el viento o la próxima lluvia. Tu abuela nunca descansará en paz. Y todo será tu culpa. Por ser tan terco."

Cerré los ojos. Cada palabra era un golpe calculado para hacerme el mayor daño posible. Y funcionaba.

"Está bien," susurré, derrotado. "Volveré."

"Buen chico," ronroneó. "Sabía que entenderías. Te espero en casa. Tenemos que hablar sobre tu comportamiento."

Colgó.

El abogado me observaba, su expresión no cambió ni un ápice.

Me levanté lentamente, con las rodillas cubiertas de lodo. Miré por última vez el desastre en el suelo. Sentí las lágrimas mezclarse con la lluvia en mi cara.

Me di la vuelta y caminé hacia el coche negro, dejando atrás los restos de mi abuela y los últimos vestigios de mi amor por Damián.

Por fuera, estaba obedeciendo. Parecía el perro sumiso que volvía con el rabo entre las piernas.

Pero por dentro, algo se había roto para siempre. Ya no había amor, ni esperanza, ni perdón.

Solo había una promesa silenciosa.

Esto no se iba a quedar así. Damián pagaría por cada gramo de ceniza que había esparcido.

No sabía cómo ni cuándo, pero encontraría la forma de destruirlo.

            
            

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