Amor Después de la Tormenta
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Capítulo 4

Mis dedos rozaron la plata fría de la pulsera. Justo cuando iba a cogerla, una mano de hierro se cerró sobre mi muñeca.

"¿Qué crees que estás haciendo?"

La voz de Damián era un gruñido bajo y peligroso en la oscuridad de la habitación. Estaba sentado en un sillón en la esquina, observándome todo el tiempo.

"Es mía," dije, tratando de zafarme. "Devuélvemela."

"¿Tuya?" se burló. "Ya no tienes nada, León. Todo lo que tienes, todo lo que eres, me pertenece. Y yo decidí que esta baratija se le veía mejor a Isa."

Isabela se movió en la cama, despertada por nuestras voces.

"¿Damián? ¿Qué pasa?" preguntó con voz soñolienta.

"Nada, mi amor. Vuelve a dormir. Solo es el perro que se soltó de su correa," dijo Damián, sin apartar sus ojos de los míos.

Me apretó la muñeca con más fuerza, haciéndome gemir de dolor.

"Suéltame, Damián. Me estás lastimando."

"Aprenderás a no tocar las cosas que no son tuyas," siseó. Cogió la pulsera de la mesita de noche con su mano libre. "¿Tanto la quieres? ¿Esta basura vieja?"

Me arrastró fuera de la habitación, por el pasillo, hasta un gran balcón que daba al acantilado sobre el que se construyó la casa. El mar rugía violentamente abajo, golpeando las rocas en la oscuridad.

"¡Te la daré, entonces!" gritó.

Y con un movimiento brusco, lanzó la pulsera al abismo.

"¡No!"

Fue un grito desgarrador, una reacción visceral. Sin pensar, sin dudar, me solté de su agarre con una fuerza repentina y corrí hacia el borde del balcón.

Salté.

El aire frío de la noche me golpeó la cara. Por una fracción de segundo, vi la expresión de Damián. No era ira, ni satisfacción. Era puro shock. Pánico.

Luego, la oscuridad me envolvió mientras caía hacia las olas embravecidas.

El impacto con el agua fue brutal. El frío helado me robó el aliento y la fuerza de las olas me hundió, arrastrándome contra las rocas afiladas. El dolor explotó en mi costado, en mis piernas. Luché por subir a la superficie, tragando agua salada.

Logré sacar la cabeza del agua, jadeando. Miré hacia arriba.

Damián estaba en el balcón, mirando hacia abajo con una expresión de horror. Por un momento, una estúpida y diminuta parte de mí pensó que gritaría pidiendo ayuda, que se daría cuenta de lo que había hecho.

Pero entonces, la puerta del balcón se abrió. Isabela salió, envuelta en una bata de seda.

"¿Damián? ¿Qué fue ese grito? ¿Dónde está León?"

La atención de Damián se desvió instantáneamente hacia ella. Su pánico por mí se desvaneció, reemplazado por su preocupación por ella. La abrazó, la apartó del borde, susurrándole cosas que no pude oír.

Se olvidó de mí.

Miró una última vez hacia el mar oscuro, no buscando, sino como si estuviera cerrando un capítulo. Luego, guio a Isabela de vuelta al interior y cerró las puertas del balcón.

Me había abandonado. Me dejó morir.

La corriente me arrastró, y la oscuridad finalmente me reclamó.

...

Pasaron dos días. En la mansión de Damián, la vida continuaba. O casi.

Isabela empezó a sentirse mal. Se quejaba de un frío constante que ningún fuego podía calentar. Tenía pesadillas. Una noche, despertó gritando, afirmando que había visto una figura mojada y ensangrentada al pie de su cama.

"Fue León," sollozó, aferrándose a Damián. "¡Ha vuelto para vengarse! ¡Es tu culpa, lo arrojaste por el acantilado!"

"No lo arrojé, él saltó," corrigió Damián, su voz tensa. La culpa lo carcomía, pero su arrogancia no le permitía admitirlo. "Y no está muerto. Es fuerte. Probablemente llegó a la orilla y se está escondiendo para hacernos sentir mal."

Estaba obsesionado con la idea de que yo estaba jugando con él. Envió a sus hombres a peinar las playas, los hospitales, las morgues, no por preocupación, sino para arrastrarme de vuelta y castigarme por el susto que le había dado a Isabela.

Todo era mi culpa. Siempre era mi culpa.

En la tercera mañana, Mateo entró en el despacho de Damián sin llamar. Su rostro estaba pálido, sus manos temblaban.

Damián estaba al teléfono, tratando de calmar a una Isabela histérica.

"Sí, mi amor, ya revisaron ese hospital. No, no hay ningún registro de él. Probablemente solo está tratando de asustarte..."

"Señor," interrumpió Mateo, su voz ronca.

"¿Qué quieres? ¡Estoy ocupado!" espetó Damián.

"La guardia costera," dijo Mateo, tragando saliva. "Encontraron un cuerpo en la playa a unos kilómetros de aquí. Estaba atrapado en las rocas."

Damián se quedó en silencio.

"¿Y?" preguntó, aunque su voz delataba su miedo.

"La ropa coincide con la que llevaba León. Y... encontraron esto en su bolsillo."

Mateo abrió la mano. En su palma había una pequeña llave de plata, ennegrecida y rayada por el mar. La llave del apartamento de mi abuela. Siempre la llevaba conmigo.

Damián dejó caer el teléfono. El aparato golpeó la alfombra con un ruido sordo.

"No," susurró. "No puede ser."

"La identificación es preliminar, pero las señales... son contundentes, señor. Está muy desfigurado por las rocas y el mar. Tendrán que hacer pruebas de ADN para confirmarlo al cien por cien."

Mateo continuó hablando, pero Damián ya no escuchaba.

La noticia de mi muerte había llegado.

Y el mundo de Damián, construido sobre el control y la crueldad, comenzó a desmoronarse.

                         

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