Lujuria Encubierta - Parte I
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Capítulo 5 5

La primera semana en la finca de Alejandro fue una vorágine de trabajo y una danza constante de tensión no resuelta. Trina se sumergió en el proyecto con una intensidad casi febril, usando el diseño como una forma de canalizar la energía desbordante que Alejandro había despertado en ella. Recorrió cada rincón de la vasta propiedad, analizando el terreno, la luz, la flora existente, imaginando cómo transformar ese lienzo en blanco en el santuario que él deseaba.

Alejandro, por su parte, era una presencia constante y elusiva. Aparecía de repente en los lugares más inesperados: en el invernadero, mientras Trina examinaba las variedades de orquídeas; junto al estanque, observándola mientras tomaba medidas; o en el estudio improvisado que le habían asignado en el palacete, revisando sus bocetos con una mirada crítica y, a veces, una sonrisa enigmática.

Sus interacciones eran una mezcla calculada de profesionalismo y provocación. Él la desafiaba con preguntas incisivas sobre su visión, empujándola a ir más allá de lo convencional.

-¿Está segura de que este tipo de jazmín es el adecuado para la pérgola de la piscina, Trina? -le preguntó un día, mientras ella le mostraba un catálogo de plantas. Su voz era suave, pero sus ojos la retaban. -Quiero algo que embriague. Que no deje indiferente.

Trina levantó la vista, sintiendo el calor en sus mejillas. -Este jazmín es conocido por su fragancia intensa al anochecer. No dejará indiferente, se lo aseguro.

-Bien. Porque no me gustan las cosas a medias, Trina. Ni en los jardines, ni en la vida.

La indirecta era clara, y la tensión entre ellos se hizo casi insoportable. Era un juego peligroso, una cuerda floja sobre la que caminaban, con la pasión como red invisible debajo.

Los roces accidentales se volvieron más frecuentes. Un día, mientras examinaban un mapa topográfico extendido sobre una gran mesa en el estudio, sus manos se encontraron al mismo tiempo sobre el mismo punto. El contacto fue breve, pero la piel de Alejandro era cálida, y Trina sintió una descarga que la hizo retirar su mano como si se hubiera quemado. Él la miró, sus ojos brillando con una diversión apenas contenida.

Otra vez, en el exterior, mientras Trina se agachaba para examinar la tierra, Alejandro se inclinó sobre ella para señalar algo en un arbusto. Su aliento cálido le rozó la nuca, y el aroma a su perfume, una mezcla amaderada y especiada, la envolvió. Trina se enderezó de golpe, sintiendo su corazón latir con fuerza contra sus costillas.

-¿Algún problema, Trina? -preguntó él, su voz teñida de inocencia, pero sus ojos la delataban.

-No. Solo... el sol es fuerte.

Él sonrió, una sonrisa perezosa que la desarmaba. -Debería usar un sombrero. No quiero que se me queme mi arquitecta.

La palabra "mi" la hizo estremecer. Era posesivo, dominante, y una parte de ella, la que anhelaba ser poseída, respondía a esa provocación.

Las noches en la finca eran largas y silenciosas. Trina se alojaba en una de las casas de huéspedes, una villa elegante pero aislada, a poca distancia del palacete principal. Después de cenar, a menudo se encontraba sola, con sus pensamientos y la imagen de Alejandro invadiendo su mente. La cama se sentía más fría que nunca, y el insomnio se convirtió en su compañero.

Una noche, mientras revisaba unos planos en su villa, oyó un golpe suave en la puerta. Pensó que era el ama de llaves, pero al abrir, se encontró con Alejandro. Estaba vestido con una camisa de lino abierta y unos pantalones oscuros, su cabello ligeramente húmedo, como si acabara de ducharse. La luz tenue del pasillo acentuaba los contornos de su cuerpo.

-Disculpe la hora, Trina -dijo él, su voz baja, casi íntima. -No podía dormir. Estaba pensando en el diseño de la fuente principal.

Trina sintió que el corazón se le aceleraba. Eran casi las once de la noche. -No hay problema, Alejandro. ¿Quiere que lo revisemos ahora?

-No. Solo quería... hablar. Si no le importa.

Ella dudó un momento, pero la curiosidad y la atracción eran demasiado fuertes para resistir.

-Pase.

Él entró, y el pequeño salón de la villa pareció encogerse con su presencia. Se sentó en el sofá de cuero, invitándola a sentarse a su lado.

-La fuente -dijo él, su voz un susurro. -Quiero que sea el corazón del jardín. Que el sonido del agua sea una melodía constante.

Trina asintió, sintiendo el calor que irradiaba de él. -He pensado en un diseño escalonado, con una serie de cascadas pequeñas que creen un murmullo suave.

-Murmullo suave. Me gusta. Pero... ¿y si el agua pudiera ser un poco más... salvaje? Como un río que se desborda.

Su mirada se encontró con la suya, y Trina entendió que no hablaba solo del agua. Hablaba de la pasión que él quería desatar.

-Podríamos ajustar el caudal -dijo Trina, intentando mantener la voz neutra.

-O podríamos dejar que la naturaleza siga su curso. Que el agua fluya libremente, sin restricciones.

La tensión en el aire era palpable. Trina sentía la necesidad de huir, pero también una fuerza magnética que la mantenía anclada a su lado.

-Es un riesgo -murmuró ella.

-Todo lo que vale la pena lo es -replicó Alejandro, su voz más profunda. Se inclinó hacia ella, su rostro peligrosamente cerca del suyo. -Trina, ¿por qué se resiste tanto?

-¿Resistirme a qué?

-A lo inevitable. A lo que ambos sentimos.

Su mano se levantó lentamente y rozó su cabello, apartando un mechón de su rostro. El toque fue suave, pero cargado de una intención que la hizo temblar.

-No sé de qué habla -dijo Trina, su voz apenas un susurro.

-Oh, sí que lo sabe. Lo veo en sus ojos. Esa chispa que intenta ocultar. Esa curiosidad que la consume.

Sus dedos se deslizaron por su cuello, una caricia ligera que la hizo cerrar los ojos. Trina sintió un calor inusitado extenderse por su cuerpo, una respuesta involuntaria a su toque.

-Usted es un hombre peligroso, Alejandro -murmuró ella.

Él sonrió, su aliento cálido rozando sus labios. -Y usted, Trina, es una mujer que anhela el peligro.

Y entonces, sus labios se encontraron.

                         

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