Mi Infierno Llamado Mi Esposa
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Capítulo 3

"¡Miguel Ángel, vuelve aquí ahora mismo!", gritó Elena desde lo alto de las escaleras. Su voz ya no era melosa ni comprensiva, era el chillido agudo y autoritario de una reina a la que su súbdito más leal acababa de desobedecer por primera vez.

No le hice caso. Salí al jardín trasero y respiré el aire frío de la noche. La ira que había estado reprimiendo amenazaba con desbordarse. La vi bajar corriendo, la bata de seda ondeando a su alrededor.

"¿Qué demonios te pasa?", siseó, parándose frente a mí. "¿Por qué actúas así? ¡Creí que lo habías entendido!".

"Entendí perfectamente, Elena", respondí, mi voz tranquila contrastaba con su histeria. "Entendí que nuestro matrimonio se acabó. Entendí que me quieres fuera de tu vida. Y eso es exactamente lo que voy a hacer".

"¡No de esta manera!", replicó. "¡No puedes simplemente darme la espalda e irte! ¡Me haces quedar como la mala!".

La ironía era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo.

"Tú eres la mala, Elena", dije, y por primera vez, dejé que un poco de mi desprecio se filtrara en mi tono. "Has sido la mala durante mucho tiempo. Yo solo era demasiado ciego para verlo".

Saqué mi teléfono y llamé a un taxi.

"Mañana por la mañana, mi abogado se pondrá en contacto con el tuyo", le informé. "Firmaré lo que sea necesario. Te puedes quedar con la casa, con los muebles, con todo. No quiero nada de ti".

"No puedes hacerme esto...", empezó a decir, su voz temblando, pero no de tristeza, sino de furia por perder el control.

El sonido de la puerta del jardín abriéndose nos interrumpió. Ricardo apareció, frotándose los ojos.

"¿Qué es todo este escándalo? Trataba de dormir". Luego me vio. "¿Todavía aquí, campeón? Pensé que ya te habías ido a llorar a tu cuarto".

Ignoré su provocación. Mi taxi llegaría en diez minutos. Solo tenía que aguantar diez minutos más.

"Ricardo, vuelve adentro", le ordenó Elena.

Pero Ricardo, oliendo la oportunidad de una última humillación, se acercó a mí. "Oye, en serio, gracias por la cama. Es súper cómoda. Elena dice que tienes buen gusto para los colchones".

Me quedé quieto, contando los segundos en mi cabeza. Seiscentos. Quinientos noventa y nueve.

Entonces, Ricardo dio un paso más y tropezó, o fingió tropezar. Su hombro chocó contra mi pecho, y él se desequilibró aparatosamente, cayendo al césped con un gemido exagerado.

"¡Ay, mi tobillo!", gritó, agarrándose la pierna como si le hubieran disparado. "¡Me empujó!".

Todo pasó en cámara lenta. La acusación flotando en el aire. La expresión de Elena cambiando de ira a una furia justa y protectora.

Y luego, el sonido agudo de su mano al estrellarse contra mi mejilla.

¡PLAS!

La bofetada fue tan fuerte que mi cabeza giró hacia un lado. El escozor en mi piel fue inmediato, pero no fue nada comparado con el frío que se instaló en mi pecho. En mi vida anterior, nunca me había puesto una mano encima. Este era un nuevo nivel de crueldad.

"¿Cómo te atreves a tocarlo?", gritó Elena, su rostro a centímetros del mío, sus ojos lanzando chispas. "¿Estás celoso? ¿Es eso? ¿No soportas ver que soy feliz con él, que él me va a dar el hijo que tú nunca pudiste?".

Cada palabra era un clavo en el ataúd de lo que una vez sentimos.

Ricardo, desde el suelo, añadió más leña al fuego. "¡Elena, déjalo! ¡Está loco! ¡Casi me rompe la pierna!".

"¡Discúlpate!", me exigió Elena. "¡Discúlpate con Ricardo ahora mismo o te juro que este divorcio será el infierno!".

La miré. Vi a la mujer de la que me enamoré, la chef brillante y apasionada, y no quedaba nada de ella. Solo había una extraña narcisista, consumida por su propia ambición. El último gramo de afecto, de nostalgia, se evaporó.

Lentamente, metí la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta. Saqué los papeles del divorcio que mi abogado me había preparado esa misma tarde. Ya estaban firmados por mí. También saqué una pluma.

Se los tendí.

Ella los miró, confundida. "¿Qué es esto?".

"El divorcio que querías. Fírmalo. Ahora".

Su mandíbula se tensó. "No hasta que te disculpes".

"No voy a disculparme por algo que no hice", dije con una calma que la enfureció aún más. "Firma los papeles, Elena. O mañana por la mañana, el video que tu novio me mandó estará en todos los noticieros, junto con la prueba de nuestro matrimonio. Tú decides".

La amenaza la golpeó como una ráfaga de viento helado. Su rostro palideció. Miró a Ricardo en el suelo, que de repente parecía mucho menos herido, y luego me miró a mí. Vio en mis ojos que no estaba bromeando.

Con un movimiento brusco, me arrebató los papeles y la pluma. Sin decir una palabra más, se apoyó en la pared del jardín y garabateó su firma en la línea de puntos.

"Lárgate", siseó, arrojándome los papeles al pecho. "Lárgate de mi casa y de mi vida".

"Con gusto", respondí.

Di la vuelta, recogí los papeles del suelo y caminé hacia la puerta principal sin mirar atrás. Escuché las luces de un coche llegando a la calle. Mi taxi.

Mientras me subía al vehículo, saqué mi teléfono una última vez. Tenía un borrador de correo electrónico listo para mi contacto en la prensa. Un periodista de investigación al que una vez le di una primicia sobre un proveedor corrupto. Me debía una.

El correo tenía un solo archivo adjunto: una foto de nuestra acta de matrimonio. Y un texto simple: "La famosa chef Elena no es soltera. Se casó en secreto hace 7 años con su jefe de cocina, Miguel Ángel. Ahora, está esperando un hijo de otro hombre. La historia completa es mucho más jugosa. Llámame".

Pulsé "enviar".

El taxi se alejó de la casa. Por el espejo retrovisor, vi a Elena ayudando a Ricardo a levantarse del suelo. Parecían pequeños y patéticos bajo la luz del porche.

Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios.

La bomba de tiempo había sido activada. Y yo estaría a miles de kilómetros de distancia cuando explotara.

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