La música de la fiesta era como un ruido sordo y lejano, aunque estaba en medio de todo.
Las risas, el tintineo de las copas, las luces brillantes que colgaban del techo del enorme salón... todo parecía parte de una película en la que yo era solo una extra.
Llevaba un vestido rojo, uno que había comprado con mi propio dinero, un pequeño acto de rebeldía que me había costado semanas de valor.
Cuando Mateo me vio, su rostro se transformó.
Dejó de sonreírle al hombre con el que hablaba y caminó directamente hacia mí, su paso era rápido y pesado.
No dijo hola.
No me preguntó cómo estaba.
Sus ojos se clavaron en mi vestido y su voz fue un susurro helado que solo yo pude oír.
"¿Qué demonios traes puesto?"
Sentí que el aire se me iba de los pulmones.
"Es solo un vestido, Mateo."
"Te dije que no usaras rojo," su mandíbula estaba tensa, "el rojo no es para ti."
Cada palabra era un golpe.
El rojo era el color de ella, de Ana, su primer amor, la mujer muerta a la que yo nunca podría reemplazar.
Antes de que pudiera responder, su madre, Doña Elena, se acercó a nosotros con una sonrisa falsa pintada en los labios.
"Sofía, querida, siempre tan... llamativa," dijo, su mirada recorriendo mi cuerpo con desaprobación. Luego se giró hacia su hijo. "Mateo, déjala. No puedes esperar que entienda. Ella no es Ana."
Ahí estaba.
La verdad que todos en esa familia sabían y que me restregaban en la cara cada vez que podían.
Yo era la sustituta.
La mujer que había tenido la suerte, o la desgracia, de darle un hijo a Mateo, pero que nunca ocuparía el lugar de la mujer a la que él realmente amaba.
Un torbellino de recuerdos me golpeó.
Recordé el día que conocí a Mateo. Yo era una joven ingenua de un pueblo pequeño, abrumada por la gran ciudad. Él era rico, guapo, y me prometió el mundo.
Me prometió matrimonio.
Pero la boda nunca llegó.
"Es solo un papel, mi amor," me decía. "Lo importante es que estamos juntos, que formamos una familia."
Años después, descubrí la verdad. Su madre, Doña Elena, había puesto una condición: él podía estar conmigo, pero nunca se casaría legalmente con una mujer "sin apellido" como yo. Nuestro matrimonio era una farsa, un acuerdo privado que no tenía ningún valor legal. Yo no era su esposa, era su concubina, la madre de su heredero.
Y él vivía obsesionado con Ana, la novia de su juventud que había muerto en un accidente. Toda su vida giraba en torno a su recuerdo.
Mateo me agarró del brazo, su fuerza era dolorosa.
"Vamos, la gente nos está mirando. Compórtate."
Su voz era una orden, la misma voz que usaba para dar órdenes a sus empleados. Pero algo dentro de mí, algo que había estado dormido durante mucho tiempo, comenzó a despertar.
La humillación de esta noche era solo la gota que colmaba el vaso.
Me solté de su agarre con un movimiento brusco que lo sorprendió.
"Necesito un poco de aire," dije, mi voz temblaba, pero era firme.
No esperé su respuesta.
Me di la vuelta y caminé hacia la terraza, dejando atrás la música, las risas falsas y la mirada furiosa de Mateo.
El aire frío de la noche me golpeó la cara, pero se sentía bien.
Era como si por primera vez en años, pudiera respirar.
Y en ese momento, supe que las cosas no podían seguir así.