La Sustituta del Vestido Rojo
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Capítulo 2

Mateo me había ordenado que lo esperara en la terraza, que no me moviera hasta que él volviera.

Pero no lo hice.

En lugar de esperarlo, bajé por la escalera de servicio, evité la entrada principal y salí a la calle.

El frío de la noche me envolvió por completo, pero no me importó.

Llamé a un taxi y le di la dirección de la casa, nuestra casa, o más bien, su casa.

El viaje fue silencioso.

Las luces de la ciudad pasaban borrosas por la ventana, un reflejo del caos que sentía por dentro.

Por primera vez en cinco años, había desobedecido una orden directa de Mateo.

Una pequeña victoria, pero se sentía inmensa.

Cuando llegué a la mansión, la empleada, María, me abrió la puerta con una expresión de sorpresa.

"Señora Sofía, ¿tan pronto de regreso?"

Asentí, sin ganas de dar explicaciones.

"El señorito Carlitos llega mañana temprano," me dijo María con una sonrisa amable. "Doña Elena lo traerá para que pase el fin de semana."

Mi corazón dio un vuelco.

Carlitos.

Mi hijo.

Una ola de alegría pura e intensa me invadió, borrando por un instante todo el dolor y la humillación de la noche.

Ver a mi hijo era el único bálsamo para mis heridas.

Pero esa alegría venía siempre acompañada de un dolor profundo.

Recordé el día que nació Carlitos.

Yo estaba agotada pero feliz, sosteniendo a mi bebé en brazos por primera vez.

Pero mi felicidad duró poco.

Doña Elena entró en la habitación del hospital con la determinación de un general.

"El bebé necesita cuidados especiales," dijo, sin siquiera mirarme. "Nos lo llevaremos a la casa principal. Allí tendrá las mejores niñeras y todo lo que necesite."

"Pero... es mi hijo," balbuceé, sintiendo el pánico crecer en mi pecho. "Yo puedo cuidarlo."

Ella soltó una risa seca y despectiva.

"Tú no sabes nada de criar a un heredero de la familia Rivas. Lo arruinarías. Tu único trabajo era dar a luz, y ya lo hiciste. Ahora déjanos el resto a nosotros."

Mateo estaba allí, de pie junto a su madre, y no dijo nada.

Solo observó cómo me arrebataban a mi hijo de los brazos.

Ese día, una parte de mí murió.

Desde entonces, mi maternidad se había convertido en una serie de visitas programadas.

Podía ver a Carlitos dos fines de semana al mes, siempre bajo la atenta supervisión de su abuela o de una niñera.

Nunca podíamos estar solos.

Nunca pude cantarle una canción de cuna hasta que se durmiera.

Nunca pude consolarlo cuando se caía y se raspaba las rodillas.

Me habían robado el derecho a ser madre, y yo lo había soportado todo en silencio, con la esperanza de que algún día las cosas cambiarían.

Con la esperanza de que Mateo finalmente me viera, me valorara y me diera mi lugar.

Qué ilusa había sido.

Ahora, la idea de ver a Carlitos mañana me llenaba de una mezcla de emoción y pavor.

Sabía que Doña Elena ya había comenzado a poner a mi propio hijo en mi contra, llenando su pequeña cabeza de ideas sobre lo inadecuada que era yo como madre.

Él era cada vez más distante, más apegado a su abuela.

Temía el día en que su rechazo fuera total.

Un frío presentimiento se instaló en mi corazón, uno que me decía que el dolor más grande aún estaba por llegar.

            
            

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