El Baile Final de Sofía
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Capítulo 3

La mención de la boda fue la chispa que encendió la pólvora. Un recuerdo vívido y doloroso me golpeó con la fuerza de un huracán. En mi otra vida, después de mi expulsión, después de que todos me dieran la espalda, fui a buscar a Javier, desesperada, buscando un último refugio. Lo encontré saliendo de un restaurante de lujo. No estaba solo. Estaba con Isabella. Se reían, y él le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja con una ternura que nunca me había mostrado a mí. Cuando me vieron, su rostro no mostró compasión, sino fastidio. "Sofía, ya te lo dije, nuestro compromiso se acabó.

No puedo casarme con una fracasada y una violenta," me dijo, con Isabella aferrada a su brazo, mirándome con una sonrisa triunfante. Esa imagen estaba grabada a fuego en mi memoria.

Ahora, de vuelta en el camerino, miré a Javier, y toda la humillación y el dolor de esa vida pasada se transformaron en una furia glacial.

"¿Nuestra boda?" repetí, y solté una carcajada que heló a todos en la habitación. "¿Crees que todavía quiero casarme contigo?"

Antes de que pudiera reaccionar, mi mano se movió por sí sola. El sonido de la bofetada resonó en el silencio tenso. La mejilla de Javier se puso roja al instante. Su cara de incredulidad era casi cómica.

"Tú," le dije, señalándolo con el dedo, mi voz llena de un desprecio absoluto, "no eres más que un arribista. Te acercaste a mí por el prestigio de mi familia, por mi talento. Pero en el momento en que las cosas se ponen difíciles, muestras tu verdadera cara. Eres débil y patético."

Javier me miró, con la boca abierta, sin palabras. Isabella gritó, como si la hubieran golpeado a ella.

"¡Cómo te atreves a pegarle!"

Ignoré a Isabella y me enfoqué en el verdadero problema.

"Y tú," dije, volviéndome hacia mi prima, "has cometido un delito muy grave."

Me dirigí a la multitud de bailarinas que seguían observando, mudas.

"Las reglas de la Academia de Flamenco de la Familia Real son muy claras," declaré con voz fuerte y autoritaria, recitando de memoria el estatuto que había ignorado en mi vida anterior. "Artículo 7, sección B: 'Cualquier acto de plagio, robo de propiedad intelectual o sabotaje en contra de otro miembro de la academia será castigado con la expulsión inmediata y la prohibición permanente de participar en cualquier competencia sancionada por la familia' ."

Un murmullo de conmoción recorrió la sala. Las reglas de la familia no eran un juego. Eran ley.

"Lo que Isabella ha hecho no es un simple 'malentendido' ," continué, mi mirada fija en ella. "Es un intento de fraude. Es un insulto a la academia, a nuestros ancestros y al arte del flamenco. Es un crimen que merece el castigo más severo."

El peso de mis palabras cayó sobre todos. La atmósfera cambió. Ya no era una pelea de primas celosas. Era un asunto oficial, casi legal. Las bailarinas que antes sentían lástima por Isabella ahora la miraban con desdén y miedo. Nadie se atrevía a defenderla. Sabían que ponerse de su lado podría costarles su propia carrera.

Javier, recuperándose del shock, intentó intervenir.

"Sofía, esto es ridículo. Es solo un vestido..."

"¿Solo un vestido?" lo interrumpí. "Este vestido era mi pase para la beca internacional. Esta beca era mi futuro. Ella no solo intentó robar un trozo de tela, intentó robarme la vida."

Me volví hacia Isabella, que temblaba, ya no de pena fingida, sino de puro terror.

"Ahora mismo," ordené, "vas a ir a la oficina del director, vas a confesar tu crimen y vas a aceptar tu castigo. O lo haré yo por ti, y te aseguro que seré mucho menos misericordiosa."

Avancé para tomarla del brazo y arrastrarla fuera del camerino. Estaba decidida a terminar con esto de una vez por todas.

Pero justo cuando mis dedos rozaron su piel, una fuerza brutal me empujó hacia atrás. Choqué contra la mesa de maquillaje, y los frascos y polvos cayeron al suelo con un estrépito.

Una figura alta y corpulenta se interpuso entre Isabella y yo. Una voz grave y furiosa retumbó en la habitación.

"¡SOFÍA! ¡YA BASTA!"

Era mi tío Ricardo, el hermano de mi padre y el padre de Isabella. El hombre que siempre la había consentido, que siempre me había mirado como si yo fuera un estorbo para la brillantez de su hija.

Y en su mano, sostenía un látigo de montar.

                         

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