El dolor me partió el abdomen en dos.
Fue un calambre agudo, violento, como si unas garras de hielo me estuvieran desgarrando por dentro.
Estaba sentada en el gran comedor, la luz del candelabro brillaba sobre la mesa larga y pulida. Era mi cumpleaños. Alejandro, de pie frente a mí, sonreía.
"¿Te gustó, Sofía? Lo preparé especialmente para ti."
Sostenía la jarra de vidrio de la licuadora, vacía. El vaso en mi mano temblaba. El licuado de fresa que me acababa de dar, el que me tomé de un solo trago para complacerlo, ahora era un fuego líquido que me quemaba las entrañas.
Otro espasmo, más fuerte esta vez, me hizo doblarme sobre la mesa. Un sudor frío me recorrió la espalda. Mi respiración se cortó.
"Alejandro... ¿qué... qué le pusiste?"
Su sonrisa desapareció. Su rostro, tan joven y que yo había cuidado con tanto esmero durante diez años, se contrajo en una mueca de puro desprecio.
"Algo que te mereces."
Sus palabras eran frías, afiladas. El calor que siempre había sentido por él, ese amor casi maternal, se congeló en mi pecho.
"Siempre te he odiado, Sofía."
Se inclinó sobre la mesa, su voz un susurro venenoso que se arrastraba hasta mis oídos.
"Te odio porque cada vez que te veo, veo su cara. La cara de mi madre."
Un nuevo calambre, una ola de dolor tan intensa que me arrancó un gemido, me recorrió desde el vientre hasta la garganta. Sentí una humedad caliente entre mis piernas. Miré hacia abajo. Una mancha roja se extendía lentamente sobre mi vestido blanco.
Mi bebé.
El bebé que llevaba dentro, el que ni siquiera sabía que existía hasta que el médico me lo confirmó la semana pasada. El hijo de Ricardo, mi prometido.
"Ella arruinó la vida de mi padre," continuó Alejandro, su voz sin una pizca de emoción mientras observaba la sangre. "Lo hizo infeliz, lo abandonó. Y tú eres idéntica a ella. Una copia exacta. Caminas como ella, hablas como ella, sonríes como ella."
El dolor físico era insoportable, pero el dolor de sus palabras era aún peor. Me atravesaba el alma, destrozando cada recuerdo, cada sacrificio.
Diez años.
Diez años desde que mi padre, antes de morir, me hizo prometerle que cuidaría de su empresa y de Alejandro, el hijo que adoptó con su segunda esposa. Diez años en los que renuncié a mi juventud, a mis sueños, para convertirme en la cabeza de una familia que no era la mía, para criar a un niño que me veía como el fantasma de su madre.
"Todo este tiempo...," susurré, con la garganta seca. "Todo lo que hice por ti..."
"¿Hacer por mí?" se rio, una risa cruel que rebotó en las paredes del comedor vacío. "Solo te usé, Sofía. Te usé para tener una vida cómoda. Ricardo también te usó. ¿Crees que de verdad te ama? Solo quería el control de la empresa de mi abuelo a través de ti. Eres una marioneta, Sofía. Siempre lo has sido."
La calidez en mi corazón, ese sentimiento de deber y amor que me había movido durante una década, se extinguió por completo. De repente, todo se volvió frío y silencioso por dentro. El dolor seguía ahí, desgarrador, pero mi mente se sentía extrañamente lúcida.
Había sacrificado mi vida entera por personas que me odiaban, que me usaban.
Con un esfuerzo sobrehumano, apoyé las manos en la mesa y me puse de pie. La sangre goteaba en el suelo de mármol. El mundo se balanceaba a mi alrededor.
"Me voy," dije, mi voz sonando lejana, como si perteneciera a otra persona.
Alejandro me miró, una ceja arqueada en señal de burla.
"¿Irte? ¿A dónde? No tienes nada. No eres nadie sin nosotros."
No le respondí.
Me di la vuelta y, paso a paso, arrastrando los pies con un dolor que amenazaba con hacerme pedazos, comencé a caminar. Cada movimiento era una tortura. Sentía cómo la vida se me escapaba, cómo mi cuerpo se rendía. Pero mi voluntad, recién nacida de las cenizas de la traición, me empujaba hacia adelante.
Tenía que salir de esa casa.
Tenía que escapar de esa vida.