Cuando desperté, el olor a antiséptico llenaba mis fosas nasales. Estaba en mi cama. La luz del sol se filtraba a través de las cortinas cerradas. Escuchaba murmullos fuera de mi habitación, pasos apresurados, puertas que se abrían y cerraban.
La casa, que siempre había sido un remanso de orden bajo mi supervisión, ahora era un caos.
Un médico había venido. Me había limpiado, me había puesto un suero y me había dado analgésicos. El dolor en mi vientre se había calmado, reemplazado por un vacío sordo y pesado. El bebé se había ido.
Cerré los ojos, sintiendo una extraña calma en medio de la desolación. La calma de quien ya no tiene nada que perder.
La puerta de mi habitación se abrió. No me moví. Sabía quién era sin necesidad de mirar. Su perfume caro y su aura de poder llenaron el espacio.
Ricardo. Mi prometido. El padre del hijo que acababa de perder.
"Sofía," dijo, su voz falsamente suave. "¿Cómo te sientes?"
No abrí los ojos. No podía soportar ver la hipocresía en su rostro.
Se sentó en el borde de la cama. Sentí el colchón hundirse bajo su peso.
"El médico dijo que tuviste un aborto espontáneo. Fue por el estrés, supongo. Has estado trabajando demasiado."
Un aborto espontáneo. Así lo llamaban. Una forma limpia y conveniente de describir un envenenamiento.
"Alejandro está muy arrepentido," continuó, su tono ligero, como si hablara del clima. "Es solo un chico, Sofía. A veces hace bromas pesadas. No sabía que estabas embarazada. Nadie lo sabía. Fue un accidente terrible."
Un accidente. La palabra resonó en el vacío de mi mente.
Sentí su mano en mi frente, apartando un mechón de cabello húmedo por el sudor. El contacto me provocó una oleada de náuseas.
"Estás hecha un desastre," murmuró, y por primera vez, escuché un atisbo de su verdadera emoción: el disgusto. "Hueles a enfermedad."
Retiró su mano rápidamente, como si se hubiera quemado.
"Pero no te preocupes. Descansa. Me encargaré de todo. Cuando te recuperes, podemos irnos de viaje. A Europa, como siempre quisiste. Solo necesitas recuperarte y volver a ser la de antes."
Volver a ser la de antes. La Sofía dócil, abnegada, la que manejaba su casa y su empresa a la perfección sin pedir nada a cambio. La mujer cuyo rostro se parecía al de la madre de Alejandro, una cara que él decía amar pero que, en realidad, solo le servía como un recordatorio de su estatus.
De repente, los últimos diez años de mi vida pasaron frente a mis ojos como una película muda y dolorosa.
Tenía dieciocho años cuando mi padre murió. En su lecho de muerte, me tomó la mano. "Sofía, prométeme que cuidarás de la empresa. Y de Alejandro. Es solo un niño. Su madre lo abandonó. No tiene a nadie más."
Yo, llena de dolor y con un sentido del deber que me aplastaba, se lo prometí. Ricardo, el joven y ambicioso socio de mi padre, estaba a mi lado. Me dijo que me ayudaría. Unos años después, me propuso matrimonio. Dijo que era la forma de proteger el legado de mi padre, de darles una familia a Alejandro y a mí.
Y yo le creí.
Me convertí en la madre de Alejandro y en la directora no oficial de la empresa. Ricardo era la cara pública, el presidente. Yo era el motor silencioso que hacía que todo funcionara.
Diez años.
Una década de mi vida, entregada a una promesa. Y todo para terminar así: envenenada, sangrando en mi propia cama, escuchando mentiras de un hombre que me veía como un objeto sucio y escuchando excusas para el niño que había tratado de matarme.
El vacío en mi vientre se convirtió en una rabia fría y dura como el acero.