Clara, por otro lado, no podía comprender la magnitud del cambio, en su mente, la frialdad de Ricardo era solo una rabieta más grande de lo habitual, creía que, como siempre, podría engatusarlo con algunas comidas caseras y promesas vacías, subestimaba la profundidad de la herida que había infligido, porque nunca se había molestado en entender la profundidad del hombre que tenía a su lado.
Una noche, Ricardo la llamó, su tono era neutral, casi clínico.
"Clara, quiero que vengas conmigo a un lugar el viernes", dijo.
"¿El viernes? ¿A dónde?", preguntó ella, un atisbo de esperanza en su voz.
"A la cabaña junto al lago", respondió él, "Donde pasamos nuestra luna de miel, quiero que vayamos juntos".
La mención de la cabaña la desarmó, era su lugar especial, el símbolo de los buenos tiempos, para Clara, esto era una clara señal de reconciliación, una rama de olivo.
"Claro, Ricardo, por supuesto que iré", dijo ella, emocionada, "¡Será como empezar de nuevo!".
"Hay una condición", añadió Ricardo, su voz seguía siendo plana.
"Lo que sea, cariño", dijo ella rápidamente.
"Tienes que prometer que nada ni nadie nos interrumpirá", dijo él, "Pase lo que pase".
"Te lo prometo", afirmó Clara con fervor, pero luego añadió una advertencia que reveló sus verdaderas prioridades, "A menos que sea una emergencia real con Marcos, ya sabes, su madre está muy enferma y él cuenta conmigo".
Ricardo sintió una punzada de dolor, pero la ahogó, ya lo esperaba, era la prueba final, y ella había fallado espectacularmente, como él sabía que lo haría.
"¿Y si la madre de Marcos tiene una de sus 'crisis' justo el viernes?", presionó Ricardo, probando los límites de su promesa.
"Bueno, Ricardo, no seas irrazonable", dijo Clara, su tono se volvió defensivo, "No puedo simplemente abandonarlo, ¿qué clase de persona sería?".
La ironía de su pregunta era tan densa que casi hizo reír a Ricardo.
"Entiendo", dijo él, su voz era un susurro, "No te preocupes, si tienes que irte, lo entenderé".
"¡Genial!", exclamó ella, completamente ajena al sarcasmo y la resignación en la voz de su esposo, "Entonces nos vemos el viernes, llevaré esa botella de vino que tanto te gusta".
Ricardo colgó el teléfono, no sentía ira, ni siquiera tristeza, solo una profunda y abrumadora certeza, su decisión era la correcta, se dijo a sí mismo que iría a la cabaña, con o sin ella, para cerrar ese capítulo de su vida en el lugar donde había comenzado.
El viernes llegó, Ricardo esperó en el punto de encuentro acordado durante una hora, el sol de la tarde comenzaba a descender, tiñendo el cielo de naranja y púrpura, justo cuando estaba a punto de irse, su teléfono sonó, era Clara.
"Ricardo, lo siento mucho", dijo, su voz era apresurada y llena de una familiar disculpa ensayada, "Surgió algo con Marcos, su madre empeoró de repente, tengo que ir al hospital, no puedo ir a la cabaña, ¿podemos dejarlo para otro día?".
Ricardo miró el teléfono en su mano, la llamada era la última pieza del rompecabezas, la confirmación final de que él nunca había sido su prioridad, de que su matrimonio había sido una farsa conveniente para ella.
"No te preocupes, Clara", dijo con una calma que la sorprendió, "Entiendo perfectamente, ve a cuidar de Marcos".
Colgó antes de que ella pudiera responder, se subió a su auto y condujo hacia el lago, solo, mientras el último rayo de sol desaparecía en el horizonte, no se sentía abandonado, se sentía libre, el peso que había cargado durante años finalmente se había levantado de sus hombros, el camino por delante estaba despejado, y por primera vez en mucho tiempo, le pertenecía solo a él.