"Ya tenemos el terreno en la manzana de arriba. Solo falta el antiguo local de la panadería, y hemos cerrado todo el perímetro para la nueva torre. Los inversores asiáticos quieren tener todo firmado para el mes que viene".
Enzo levantó la vista, apartando la vista de los números proyectados en la tableta que Lucas empujaba sobre la mesa. Al otro lado de la calle, a través de la pared de cristal, podía ver la panadería. Pequeña, estrecha, entre tiendas con vallas publicitarias listas para la demolición. La vio, o mejor dicho, la escaneó.
Clara.
Allí estaba, al otro lado de la ventana empañada, limpiando el mostrador con un paño desgastado. La luz amarillenta del interior parecía envolverla en un capullo que contrastaba con el frío hormigón de la ciudad. Con cada movimiento, un mechón suelto se escapaba de su moño improvisado, cayendo sobre su ceño fruncido.
"¿Me estás escuchando, Enzo?" Lucas se aclaró la garganta con impaciencia. "Te dije que si no entrega las llaves, el departamento legal solicitará el embargo. Rápida y discretamente."
Enzo no respondió. Siguió observando. Vio a Clara detenerse, suspirar profundamente y mirar a su alrededor como si revisara cada detalle de ese pedazo de mundo que se negaba a perecer. Una mujer entró y salió con una caja de pastel en las manos, sonriendo. Clara le devolvió la sonrisa, pero Enzo supo reconocerla: era una sonrisa rota. Se pasó la mano por la barbilla, sintiendo la barba rala que insistía en crecer durante las largas reuniones. Por un instante, un viejo recuerdo cruzó su mente: Clara riendo al probar un nuevo ingrediente, Clara tirándole harina un sábado por la noche, Clara huyendo de su contacto, cuando aún creía que podía amar sin miedo.
Enzo apoyó los codos en la mesa, ignorando el bullicio del elegante café.
"¿Y si no se rinde?", preguntó, sin apartar la vista del vaso. "¿Y si decide luchar hasta el final?".
Lucas soltó una breve carcajada, quitándose las gafas para frotarse las sienes.
"Enzo, por favor... está sola. No tiene capital, ni socio, ni crédito. El banco ya lo ha denegado todo. Es solo cuestión de tiempo. Y si es demasiado orgullosa para irse en buenos términos, enviaremos al alguacil y punto."
Enzo resopló, negando con la cabeza. "En buenos términos..." repitió en voz baja, como si saboreara el amargo sabor de la frase. Lucas se inclinó hacia delante, oliendo algo más que negocios. "¿No me digas que ahora vas a tener una crisis de conciencia? ¿Después de todo? Esa mujer quería romper contigo, ¿recuerdas? Te dejó plantado en ese sitio sucio como si fueras cualquiera."
Enzo apretó el puño, un músculo saltó en su mandíbula. "No necesito un sermón, Lucas."
"Entonces deja que el papeleo se resuelva solo. No es tu problema."
Pero lo era. Siempre lo era. Por mucho que quisiera negarlo, Clara era como una astilla clavada en su piel: invisible de lejos, insoportable cuando tocaba hondo.
La observó mientras salía de la tienda con dos cajas de cartón. Se detuvo en la acera, ajustándose el delantal manchado de glaseado, y charló con un repartidor que gesticulaba demasiado. Incluso de lejos, Enzo reconoció su actitud: firme por fuera, temblorosa por dentro.
Sin pensarlo, echó la silla hacia atrás, ignorando la mirada confundida de Lucas.
"¿Adónde vas?", preguntó el socio, intentando agarrarle el brazo.
"Resuélvelo a mi manera."
Lucas soltó una risa burlona. "Ten cuidado de no mezclar cama y contrato, Albuquerque."
Enzo la miró con una mirada que podría haber congelado a todo el café. No respondió. Simplemente se fue, golpeando la mesa con unos billetes a grandes zancadas.
Al otro lado de la calle, Clara casi dejó caer una de las cajas. El repartidor, con las prisas, no la ayudó en absoluto: dejó todo apoyado contra la pared y desapareció en su ruidosa moto. La caja casi resbaló, esparciendo envoltorios de caramelos por la acera.
"Maldición...", murmuró, intentando recuperar el equilibrio.
"¿Necesitas ayuda?" La voz sonó a sus espaldas, tan cerca que Clara se estremeció antes siquiera de darse la vuelta. El aroma a perfume amaderado se mezclaba con el cálido aire de la calle.
Al girarse, vio primero la impecable chaqueta gris. Luego vio el rostro que conocía mejor de lo que quería admitir: la sonrisa contenida, los ojos oscuros que parecían escudriñar cada debilidad antes de que apareciera.
"Enzo."
Sonrió, con la misma calma de siempre. "Clarita."
Sintió ganas de reírse del apodo. Ya no era Clarita. Ya no se parecía en nada.
"¿Qué quieres?"
Enzo le quitó una de las cajas de las manos, como si fuera lo más natural del mundo. "¿No puedo ayudar a una vieja amiga?"
"No soy tu amiga", replicó ella, intentando recuperar la caja. Él no la soltó.
Por un segundo, sus dedos se rozaron. Fue breve, pero suficiente para que una corriente eléctrica pasara de sus ojos a los de ella.
"Entonces déjame ayudarte como..." Hizo una pausa, esbozando una leve sonrisa. "...como acreedor."
Clara sintió un nudo en el estómago. "No podrás comprarme, Enzo."
Soltó una carcajada, apoyando la caja contra su cadera para hablar más cerca. "¿Quién ha dicho que quiero comprarte?"
Ella resopló, pasándolo rozándolo y abriendo la puerta de la panadería. Él la siguió, cargando la caja como si fuera el dueño del lugar, lo cual, en cierto modo, era cierto.
Dentro, Enzo miró a su alrededor, deteniéndose en el mostrador, el viejo reloj, el dulce aroma de la infancia que aún persistía.
"Conozco cada rincón de este lugar", dijo, como si hablara consigo mismo. "No has cambiado nada." Clara le quitó la caja de las manos, la colocó detrás del mostrador y se cruzó de brazos. "Ve al grano, Enzo. ¿Por qué estás aquí?"
Se acercó al mostrador, tamborileando ligeramente con las yemas de los dedos sobre el mármol. Su mirada fija en ella, intensa, indescifrable.
"Porque puedo salvarte, Clara", dijo, con un tono tan tranquilo que casi sonaba cruel. "Y porque sé que no puedes hacerlo sola."
Sintió que el mundo le daba vueltas. Por un segundo, quiso tirarle el trapo a la cara, echarlo de allí. Pero algo en sus ojos, entre deseo y arrepentimiento, la hizo detenerse.
Al otro lado del cristal, la calle bullía. Pero dentro, solo estaban ellos dos, atrapados en un antiguo juego de promesas tácitas y deudas que ningún contrato podía saldar.