El Sacrificio Supremo de una Esposa
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Capítulo 5

La llamada telefónica llegó en plena noche. Érika dormitaba en un sillón de la sala, un lugar donde ahora dormía para evitar compartir la cama con Álex.

Era una enfermera del hospital.

-¿Señora Valdés? Es sobre su hermana, Jimena. Necesita venir ahora. Se está apagando.

El mundo se desplomó bajo los pies de Érika. Se puso de pie de un salto, su corazón martilleando contra sus costillas. Agarró sus llaves, su bolso, cualquier cosa.

-Voy en camino -logró decir, ya corriendo hacia la puerta.

Una figura bloqueó su paso. Era Diamante, envuelta en una bata de seda, con una copa de vino en la mano. Se había estado quedando en el departamento durante la última semana, una presencia constante y amenazante.

-¿A dónde crees que vas? -preguntó Diamante, su voz perezosa y despreocupada.

-Jimena -jadeó Érika-. Ella está... tengo que ir.

-Oh, no lo creo -dijo Diamante, tomando un sorbo de su vino-. Estoy teniendo una pesadilla. Tengo miedo. No puedes dejarme sola.

-Por favor -suplicó Érika, la palabra desgarrándose de ella-. Es mi hermana. Se está muriendo. Déjame ir a verla. Solo por un minuto.

-No -dijo Diamante rotundamente-. Te necesito aquí. Necesito tu compañía.

La desesperación arañó a Érika. Cayó de rodillas, su cuerpo temblando incontrolablemente. Presionó su frente contra el suelo frío y duro.

-Por favor, te lo ruego. Es solo una niña. Es inocente. Déjame despedirme. Haré cualquier cosa. Seré tu sirvienta por el resto de mi vida. Solo déjame ir.

Diamante la observaba, su expresión de diversión distante, como si observara un insecto interesante.

Justo en ese momento, Álex entró, frotándose los ojos para quitarse el sueño.

-¿Qué está pasando?

-¡Álex! -Érika se arrastró hacia él, agarrando sus piernas-. Es Jimena. Se está muriendo. Tenemos que ir. Por favor, Álex, llévame con ella.

Álex miró el rostro desesperado y surcado de lágrimas de Érika y luego el rostro frío y compuesto de Diamante. Se acercó a Diamante, sus movimientos vacilantes.

-Déjala ir -dijo, su voz baja.

Diamante hizo un puchero, su labio inferior temblando.

-Pero Álex, tengo miedo. Prometiste que me protegerías. -Era una exhibición practicada y manipuladora.

Álex vaciló. Miró a Érika, luego de nuevo a Diamante. La guerra en sus ojos era agonizante de ver.

Respiró hondo.

-Érika -dijo, su voz dura y final-. Quédate aquí.

Las palabras la golpearon como un golpe físico.

-¿Qué?

-La señora Garza te necesita -dijo, su tono despectivo-. Los médicos están haciendo todo lo posible por Jimena. Solo estorbarás. Quédate aquí. Tócale el violonchelo a Diamante. Calmará sus nervios.

-¿Te estás escuchando? -chilló Érika, su voz quebrándose con incredulidad-. ¡Mi hermana se está muriendo y quieres que le toque el violonchelo a ella!

-Puedes visitarla mañana -dijo, su voz desprovista de toda emoción. Ya no era su esposo. Era una máquina, programada para servir a Diamante Garza.

Érika miró su rostro frío y el rostro triunfante de Diamante. No eran dos personas. Eran una sola entidad, un monstruo de crueldad y obsesión. Estaba absoluta y completamente sola.

Se levantó del suelo, su cuerpo moviéndose como en un trance. Caminó hacia la esquina donde estaba su nuevo violonchelo, un reemplazo de Diamante, otro regalo, otra cadena.

Se sentó y comenzó a tocar. La música era una elegía, un largo y lúgubre lamento de pura agonía. Cada nota era una lágrima que no podía derramar, un grito que no podía expresar.

A través de la neblina de su dolor, rezó. *Por favor, Jimena, aguanta. Por favor, no me dejes sola. Por favor, sobrevive.*

Diamante se acurrucó en el sofá y, arrullada por la melodía del corazón roto de Érika, se quedó dormida. Álex la observaba, una mirada de tierna adoración en su rostro. Ni una sola vez miró a Érika.

Las horas se arrastraron. El cielo afuera comenzó a aclararse de negro a gris. Los dedos de Érika estaban entumecidos, sus brazos le dolían, pero no se detuvo. Siguió tocando, impulsada por una esperanza desesperada y menguante.

Entonces, su teléfono sonó de nuevo. Estaba en la mesa al otro lado de la habitación. Dejó de tocar, el repentino silencio discordante.

Álex levantó la vista, molesto por la interrupción. Cogió el teléfono y se lo llevó.

Lo tomó con mano temblorosa. *Buenas noticias*, rezó. *Por favor, que sean buenas noticias.*

Era la misma enfermera. Su voz era suave, cargada de piedad.

-Señora Valdés, lo siento mucho. Su hermana... se ha ido.

El mundo se quedó en silencio. El teléfono se le resbaló de los dedos y cayó al suelo con un estrépito. Un vacío negro se abrió dentro de ella, un abismo de pérdida tan vasto que lo tragó todo.

Lo último que vio antes de desmayarse fue el rostro de Álex, su expresión no de tristeza, sino de leve irritación porque su colapso pudiera despertar a su reina durmiente.

                         

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