El Lugar Donde Se Pone El Sol
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Capítulo 4 4

A la mañana siguiente, Mila se despertó antes de que amaneciera del todo. Se levantó despacio, sintiendo el cuerpo pesado por un sueño entrecortado. La casa estaba en silencio, pero no era el silencio neutro de un lugar vacío - era un silencio atento, como si todas las cosas a su alrededor la observaran sin prisa.

Fue a la cocina y encendió la nueva luz, que titiló antes de estabilizarse en un tono amarillento. El espacio era pequeño, con una cocina antigua de hierro y un fregadero de porcelana agrietada en una esquina. Todavía olía a moho y grasa vieja, pero al menos el grifo escupía agua - fría, pero limpia.

Abrió las ventanas para dejar entrar el aire de la mañana. Afuera, el horizonte se desplegaba en un tono suave de azul. Desde allí, podía ver el río Osum corriendo abajo, reflejando los primeros rayos del sol. Los tejados blancos de Berat se apilaban unos sobre otros, como si compitieran por espacio en la ladera. Por un instante, casi pudo creer que aquella vista le pertenecía.

Sacudió la cabeza y volvió al trabajo. Encontró algunos trapos viejos, un balde y detergente que Blerim había dejado sobre la encimera. Pasó casi dos horas fregando el fregadero, las puertas del armario y el suelo manchado. Cuando terminó, estaba sudando y con las manos adoloridas, pero sintió algo parecido al alivio. La cocina parecía menos hostil. Más habitable.

Se dio una ducha rápida con agua fría, se puso un pantalón negro y una camiseta ancha. Tomó su bolso, respiró hondo y salió hacia el pueblo.

Las calles estaban más movidas que en días anteriores. Era sábado, y pequeñas casetas coloridas se alineaban en la plaza central, vendiendo verduras, quesos envueltos en paños y panes que exhalaban un olor ácido y familiar.

Mila caminó despacio, notando cómo algunas personas se giraban discretamente para mirarla. No había hostilidad, pero tampoco neutralidad. Era como si su rostro perteneciera a alguna historia antigua - una que nadie quería mencionar en voz alta.

Se detuvo en un puesto de verduras. Una mujer baja, con un pañuelo rojo cubriéndole el cabello, la atendió con una amabilidad que parecía demasiado cautelosa.

- Buenos días - dijo Mila, en un albanés vacilante. - Yo... necesito algunas cosas.

- Claro - respondió la mujer, sonriendo sin mostrar los dientes. - ¿Qué buscas?

- Patatas, cebollas, pan fresco... y café, si tienes.

Mientras la mujer colocaba todo en una bolsa de algodón, Mila sintió un leve movimiento detrás de sí. Se giró y se encontró con un señor delgado, de barba blanca bien recortada, que la observaba como si examinara un objeto raro.

- Disculpe - dijo ella, incómoda.

- Tú eres de la casa grande, ¿verdad? - preguntó él, ignorando la disculpa.

Mila tardó un segundo en entender. Luego asintió, despacio.

- Sí. Quiero decir... era de mi abuela. Solo estoy... organizando.

El hombre inclinó la cabeza, entornando los ojos.

- Su hija también decía eso.

Por un momento, Mila no supo qué responder. Las manos se le humedecieron, a pesar del frío.

- ¿Mi madre?

- Sí. - miró al suelo, como si dudara en continuar. - También llegó diciendo que se quedaría solo unos días. Pero hay casas que no les gusta ser abandonadas.

Mila abrió la boca, pero la mujer del pañuelo rojo la interrumpió, entregándole la bolsa.

- Ignora a Thoma. Habla demasiado. - dijo, en un tono que parecía al mismo tiempo reprensión y advertencia.

- Solo digo la verdad. - insistió el viejo, levantando un dedo huesudo. - La casa guarda todo. Incluso lo que preferimos olvidar.

Mila respiró hondo, sacó el dinero y pagó. Cuando se giró para agradecer, Thoma ya se alejaba, caminando despacio por la plaza.

Con la bolsa llena, decidió pasar por la tienda cercana, donde compró fósforos, una vela grande, jabón y algunas latas de conserva. La dependienta fue educada, pero no preguntó nada. Y Mila agradeció el silencio.

Al volver a la calle, sintió una extraña mezcla de alivio y malestar. Era como si cada paso que daba en aquella ciudad dejara una huella que no podría borrar después.

El sol ya estaba alto cuando Mila volvió a la casa. Puso las compras sobre la mesa de la cocina y abrió todas las ventanas para que el aire frío circulara por los pasillos. Comenzó a guardar los víveres en los armarios. El olor a café y pan fresco se esparció por el espacio, haciendo que todo pareciera menos sombrío.

Mientras trabajaba, escuchó un crujido en el techo - madera vieja que se quejaba. No era nada nuevo, pero aun así sintió un escalofrío subir por los brazos.

Respiró hondo, apoyó las manos en la encimera y miró a su alrededor. La luz que entraba por las ventanas iluminaba las manchas en las paredes, las grietas en el suelo. Pero por primera vez, notó que también iluminaba otra cosa: la memoria.

Recordó estar allí, pequeña, con la abuela sentada a la mesa, cortando pan con gestos lentos. La voz baja contando historias sobre el río que nunca se secaba, sobre las piedras que guardaban secretos, sobre una hija que se fue y prometió volver.

"Algunas promesas se vuelven cadenas."

Eso decía la abuela. Mila nunca lo había entendido. Ahora empezaba a sospechar que tal vez no quería entenderlo.

Cuando terminó de acomodar todo, se sentó en la silla junto a la puerta trasera. Desde allí, veía el patio cubierto de maleza, el muro bajo que separaba la casa del barranco que descendía hasta el río. El viento pasaba por entre las rendijas de las tablas y entraba frío, levantando polvo del suelo.

Tomó el sobre que había encontrado en el álbum y pasó el dedo sobre las letras. Para ella. Para Mila. Pero ¿cuál Mila, exactamente? ¿La que se fue sin mirar atrás o la que ahora regresaba con el corazón lleno de preguntas? ¿La nieta que intentaba obedecer o la mujer que no sabía si quería pertenecer a ningún lugar?

Se quedó sentada hasta que la luz empezó a cambiar de tono - del dorado pálido al gris frío que precede a la noche. Cuando se levantó, sentía las piernas entumecidas.

Cerró la puerta despacio. Y por un instante, tuvo la impresión de que alguien la observaba desde la ventana del pasillo. Se giró de golpe, el corazón acelerado.

Nada. Solo el vidrio antiguo reflejando su propia imagen, más pálida de lo que quisiera admitir.

Esa noche, Mila tomó el primer café hecho en la cocina que había sido de su abuela. Se sentó a la mesa, sosteniendo la taza caliente con ambas manos, y dejó que el silencio lo ocupara todo.

Tal vez aquella casa fuera realmente como decían. Un lugar que lo guarda todo.

Pero en el fondo, una parte de ella sabía que necesitaba quedarse. No por obligación. Ni solo por la herencia. Sino porque, de algún modo que aún no entendía, todo eso también tenía que ver con descubrir en qué se había convertido después de tanto tiempo huyendo.

            
            

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