El juego cruel de él, el corazón roto de ella
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Capítulo 4

El centro de artes era el sueño de Kenia, quien lo había fundado en su antiguo vecindario; un espacio seguro donde los niños desfavorecidos podían explorar su creatividad y expresarse. Holden lo había financiado, siendo otro de sus grandes gestos.

Ella sabía que era una mala idea asistir a la gala, pero tenía que hacerlo, por los niños y por su mentor: el director del centro, señor Evans.

El equipo de maquillaje hizo lo mejor que pudo para ocultar las ojeras oscuras y el aspecto pálido y demacrado de su rostro, haciéndola lucir como una delicada muñeca de porcelana, hermosa y frágil.

Cuando llegó, los niños del centro la rodearon, con sus caras llenas de emoción. "¡Kenia! ¡Estás aquí!".

Por primera vez en días, se dibujaba una sonrisa genuina en sus labios. Esto era real e importante.

La gala estaba en pleno apogeo, y el señor Evans subió al escenario para dar un discurso.

"Quiero agradecer a la persona que ha hecho posible todo esto", dijo, con voz llena de emoción. "Su visión y su dedicación le han dado un futuro a estos niños. Por favor, únanse a mí para agradecer a la señorita Kenia Hayes".

Todos los presentes aplaudieron, pero un reportero de una conocida revista de chismes se levantó.

"Señor Evans, nuestros registros muestran que el donante principal de este centro es la señorita Estella Duncan. ¿Está usted equivocado?".

El señor Evans lucía confundido. "No, eso no es así, Kenia hizo todo. Ella le presentó la propuesta al señor Dalton, supervisó la construcción, diseñó el programa...".

Entonces todos miraron a Holden, quien estaba de pie en la primera fila, luciendo increíblemente apuesto en su esmoquin.

El corazón de Kenia latía con fuerza. Este era el momento, la oportunidad de decir la verdad y darle ese pequeño crédito.

Él caminó hacia el escenario, tomó el micrófono y se paró junto al señor Evans, sin siquiera mirarla.

"El señor Evans es un hombre apasionado", dijo, con un tono suave y encantador. "Pero está equivocado. La idea de este centro, la financiación, todo provino de Estella, quien tiene un gran corazón".

Luego se volvió hacia Kenia, con su mano descansando en el hombro de ella, en un gesto que parecía íntimo, pero que se sentía como un grillete. Habló con un susurro, que solo ella pudo escuchar.

"¿Por qué haces esto, Kenia? ¿Tratas de robarle el crédito a Estella? Estoy tan decepcionado de ti".

La sala se llenó de alboroto. Las cámaras destellaron en su cara y los reporteros gritaron preguntas.

"Señorita Hayes, ¿es usted un fraude?".

"¿Es usted la otra mujer dentro de la relación de Holden y Estella?".

"¿Fingió el secuestro para llamar la atención?".

Las lágrimas nublaron la visión de la joven. Miró a Holden, mientras se desmoronaba su última pizca de esperanza, y le hizo una última pregunta, con su voz quebrándose.

"Holden, ¿soy tu prometida o simplemente tu amante?".

Él la miró, con expresión indescifrable, pero no dijo nada.

Esa fue su respuesta.

En su mundo, frente a su gente, ella no significaba nada. Era un juguete, un secreto. Y una vergüenza.

Su amor, su dignidad, todo lo vivido durante los últimos tres años se derrumbó en ese momento de silencio.

Con manos temblorosas, buscó en su bolso y sacó su licencia de matrimonio, que él le había presentado orgullosamente antes, y la sostuvo para que todas las cámaras la vieran.

Luego, lenta y deliberadamente, la rompió por la mitad, y otra vez por la mitad.

Entonces arrojó los pedazos al aire, como confeti. Flotaron a su alrededor cual pequeños fantasmas blancos de una vida que nunca fue.

"Se acabó, Holden", dijo, con voz clara y fuerte, para entonces darse la vuelta y alejarse, sin mirar atrás. Podía escucharlo llamando su nombre, pero su voz estaba ahogada por el caos del frenesí mediático.

Él la alcanzó afuera y agarró su brazo. La arrastró hasta su auto y la empujó adentro.

La llevó de vuelta al ático y la encerró allí. "Has causado suficientes problemas", dijo, con voz fría. "Te quedarás aquí hasta que te calmes".

Le quitó el teléfono, su portátil, y toda conexión con el mundo exterior, tratándola no como a una amante despechada, sino como a una niña caprichosa que tenía una rabieta.

Era una prisionera en su jaula de oro. El personal la ignoraba, y los días se desdibujaban uno tras otro. Ella no lloraba, ni gritaba. Solo existía, como una sombra vacía de la mujer que solía ser.

Un día, Estella vino de visita, con una sonrisa de triunfo en el rostro. "¿Cómo se siente ser la mujer más odiada de New York?", le preguntó.

Kenia se limitó a sonreír, con una sonrisa vacía y sin vida.

Fue Sarah, la secretaria que le había mostrado un momento de amabilidad, quien le dio la noticia, pasándole un teléfono cuando nadie miraba.

El titular era contundente. "Director del Centro Comunitario de Artes muere de ataque al corazón, en medio de un escándalo".

El señor Evans estaba muerto. El estrés del escándalo mediático y las acusaciones de fraude habían sido demasiado para él.

El artículo incluía la foto de un pastel de "condolencias", que había sido enviado a su familia. Sobre este, con un glaseado alegre, habían escrito las palabras: "¡Lamentamos su pérdida! ¡Otra víctima de la broma! - H y E".

Kenia miró la foto, mientras todo su cuerpo temblaba. Esta fue la gota que colmó el vaso. No solo la habían destruido a ella, sino que habían matado a un hombre inocente.

Esa noche rompió la alcancía donde había estado guardando dinero, un hábito secreto adquirido en sus días más pobres. Luego le pagó a una criada, y mientras Holden y Estella celebraban su victoria, se escapó del ático y desapareció en la oscuridad de la noche.

            
            

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