El corazón de Sebastián golpeaba con violencia en su pecho. Cuando escuchó la pregunta: "¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa?", el tiempo se detuvo, no sabía qué hacer: se pasó una mano por la frente para secar el sudor y luego frotó ambas contra su pantalón. Inquieto, desviaba la mirada, no quería ver ningún rostro, solo luchaba contra sí mismo. Al ver que no podía pronunciar las palabras que todos esperaban oír, Valentina se puso nerviosa.
El novio vio a Camila en su mente. Recordó sus manos frías al final de un turno, la forma en que ella buscaba su mirada en silencio, el sabor de lo prohibido convertido en necesidad. Su alma gritaba por ella.
Valentina, en cambio, se puso pálida. Notaba la expresión distante de Sebastián, sus ojos perdidos, y aunque no comprendía, intuyó que no era felicidad lo que lo embargaba.
Esta vez, en un tono más suave, le repitieron la pregunta. -¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa?
Ahora, su voz... su voz obedeció.
-Sí, acepto -pronunció con los labios secos.
Los aplausos estallaron en la iglesia. Los invitados se levantaron, sonriendo, celebrando la unión. La novia sonrió con alivio y, por primera vez en toda la mañana, sus ojos brillaron de verdad.
El contraste era evidente: ella irradiaba felicidad, él transmitía vacío.
Los asistentes -en su mayoría médicos y colegas de ambos- se agruparon en pequeños círculos, comentando sobre la ceremonia y, como siempre, sobre casos clínicos y operaciones recientes. Todos respetaban a los novios, pero en especial a Valentina, cuyo prestigio social crecía con ese matrimonio; ahora era la señora de.... Herrera.
***
Llegué cuando ya era tarde. Lo recuerdo todo, las imágenes me llegaban a destiempo.
El auto chirrió al frenar frente al templo. Corrí bajo la lluvia: con el uniforme azul que se me pegaba al cuerpo, aun con olor a hospital, el cabello húmedo y el maquillaje deshecho. Crucé la entrada con el corazón en la garganta, tropecé con todo a mi paso, solo para encontrarme con la escena que jamás quise ver: ellos, de pie, tomados de la mano, recibiendo felicitaciones de todos.
El anillo brillaba en el dedo de Sebastián. El mismo hombre que me había dicho que me amaba.
Sentí que el alma se me partía en dos. Las lágrimas corrieron sin control, mezclándose con el agua de lluvia, estaba empapada. Apreté las llaves contra mi pecho, intentando contener un dolor demasiado grande para caber en mí.
Él levantó la mirada y, por un instante, nuestros ojos se encontraron. Pero ya no importaba. La decisión estaba tomada. El futuro, sellado. Lo había perdido...
Yo era el fantasma que llegaba tarde. Ella, la esposa perfecta. Y él... el hombre que había dicho "sí" con los labios, mientras en su corazón quizás me recordaba.
Nadie notó mi llegada. Nadie me vio. Ni los médicos, ni los familiares, solo él. Como si no existiera.
Mientras salía, tropecé con uno de los grandes ramos de flores que decoraban la entrada. Los pétalos blancos cayeron a mis pies, mojados, aplastados contra el suelo. El sonido de las risas y los aplausos se mezclaba con el golpeteo de la tormenta.
Entonces corrí, llorando bajo la lluvia, chapoteando con mis zapatos blancos, hasta mi viejo Volkswagen escarabajo. Coloqué la llave en el encendido y la giré, todo fue tan rápido que me cuesta recordar los detalles. El motor rugió con un quejido metálico, y sentí un alivio, arranqué dejándolo atrás, lo vi por el retrovisor y aceleré: supe que esa sería la música de nuestra despedida.
Ese día entendí que en las historias de amor, a veces la que más ama es la que nunca aparece en la foto.
***
La carrera de medicina era un lujo que la familia de Sebastián apenas podía sostener. Su padre, Ramón Herrera, se levantaba antes del amanecer para encender los hornos de la panadería, e Isabel, su madre, pasaba las mañanas atendiendo a los clientes, fingiendo sonrisas, aunque el negocio se hundiera cada día más.
El esfuerzo no alcanzaba. Las cuentas crecían, las deudas se multiplicaban, y cada semestre universitario se alzaba como un muro imposible de escalar. Cada vez que Sebastián terminaba un semestre empezaba el suplicio, parir el dinero para la inscripción y los costosos libros de la carrera de medicina.
Un domingo, al salir de misa, Isabel no resistió más. Caminaba junto a Teresa, la madre de Valentina, y entre suspiros y rosarios, dejó escapar lo que llevaba semanas masticando en silencio:
-No sé cómo vamos a hacer para que Sebastián termine la carrera -confesó, en un susurro-. Nos faltan años por pagar y ya no tenemos de dónde sacar más -sus ojos se humedecieron y rogó porque su amiga mordiera el anzuelo-. Me parte el alma pensar que va a tener que dejar sus estudios, este problema me ha quitado el sueño.
Teresa la miró en silencio. Sabía lo que significaba truncar un sueño tan grande. Esa misma tarde, en la sobremesa familiar, habló con su esposo, el doctor Alejandro Rivas.
Valentina, que hojeaba un manual de anatomía en la cabecera de la mesa, intervino con firmeza:
-Papá, préstales el dinero. Quiero que Sebastián termine lo que empezó.
El doctor Alejandro arqueó las cejas.
-Es mucho dinero, hija. Déjame pensarlo. Tengo que hablar con tu hermano y explicarle, él es el que maneja las cuentas de la empresa.
Julio Rivas era el CEO de la cadena de farmacias FarmaHoy, propiedad de la familia. Testarudo y meticuloso, no se le escapaba nada. Su gestión fue tan exitosa que pasó de una farmacia a veinte sucursales en todo el país. Solo en Margarita tenían tres sedes.
-Eso ya es un no rotundo. Julio no lo puede saber, Alejandro. Ya sabes cómo es ...
Alejandro cruzó los brazos.
-Encárgate tú de eso. No me pidas lo que no tengo. Nuestro hijo me paga todo, ni siquiera sé cuánto tengo en el banco, hace mucho que las cuentas las maneja él.
-¿Y qué importa? -respondió ella, sin vacilar-. No podemos dejar que su vida se arruine, tenemos que ponernos en el lugar de la señora Isabel, si fue capaz de decirlo es porque ya no encuentran otra salida. Los pobres deben estar desesperados.
Alejandro manoteó y se levantó de la mesa. Valentina se mordía las uñas al ver que no se ponían de acuerdo.
-Resuelve que para eso eres la dueña de casa y la mejor amiga de Isabel, al fin son sus hijos. Dijo mirando de reojo a Valentina.
El matrimonio Rivas cedió. Entregaron, sin testigos ni alardes, el equivalente en oro para cubrir los años de matrícula que faltaban. Un acto silencioso, sellado con la mirada cómplice de ambas madres. Sebastián nunca lo supo. Julio tampoco. La deuda moral quedó enterrada como un secreto invisible que, con el tiempo, se transformaría en cadenas.
***
Los lazos entre ambas familias se estrecharon aún más. Isabel recibía a Valentina en su casa con ternura, la abrazaba como a una hija y le repetía:
-Aquí siempre tendrás un hogar. Eres tan buena chica, no sabes lo que yo le pido a Dios para que un día mi hijo y tú formen un hogar.
Valentina lo creyó. Su madre y su suegra se lo repetían cada vez que tenían oportunidad de sacar el tema.
Al poco tiempo, Valentina se graduó y comenzó a trabajar en el hospital. Sebastián, en cambio, seguía estudiando. Desde siempre y ahora, con más frecuencia, Valentina visitaba aquella casa como si fuera su segundo hogar. Y en su corazón, poco a poco, empezó a crecer algo más por Sebastián.
Con el tiempo, Isabel comenzó a presionar, en una visita a la casa de los Rivas, dejó escapar una confesión:
-Anoche, soñé que te casabas con mi hijo. Era tan feliz, Valentina... Tú serías la esposa perfecta para él.
Valentina sonrió tímidamente, aunque sabía que detrás del sueño había algo más profundo: el peso de un secreto. Una deuda jamás saldada con sus padres. Aunque ni ella ni Sebastián conocieran los detalles, las madres ya habían tejido un destino para ambos.