Hablaba sola como las locas, abrí a la nevera y bebí un poco de agua. La ansiedad me mataba, no sé por qué tenía que llevar la vida como si tuviera un león corriendo detrás de mí.
Entonces, respiré profundo.
-Un helado, eso sí, me iba a mejorar el día -le hablaba a los alimentos en el refrigerador, buscando algo que agregar a mi copa de helado de fresa, no me apetecía nada y cerré la puerta-. Una banana, ¡sí! -la corté en rodajas finas y me senté a saborearlo: la primera cucharada de helado mezclada con un trozo de la fruta me hizo el día.
La copa recorrió conmigo toda la casa; mientras comía, puse las cosas en su lugar. Aunque sonara contradictorio: los extraños notaban cualquier desatino, en especial si era alguien que tenía años trabajando conmigo. Hasta el libro de turno lo escondí: un libro de autoayuda que trataba sobre las relaciones de pareja. ¡Esos libros no los leía la gente feliz!, y se supone que yo lo era.
Cuando terminé con mi obsesión, llegué a la cocina, bien despierta para preparar el café, ya mi esposo se había ido al gimnasio hacía una hora. Me daba mucha ilusión que se tomara el tiempo de hacer lo que le gustaba: esos días estaba de mejor humor y hasta me sonreía.
-Está muy risueña esta mañana, señora Valentina -comentó Fernanda a mis espaldas, en un tono lleno de picardía-, ¿en qué estará pensando que sonríe como niña traviesa?
Me llevé la mano a la boca y sonreí con todo el rostro mientras la miraba a los ojos.
-Hola, señora Fernanda. No la sentí entrar -de verdad que estaba de muy buen humor esa mañana-. ¿Qué me cuenta?
-Ayer estuve en casa de su mamá -comenzó el cotilleo, en un tono de voz tan íntimo, que dejé todo y me senté con ella en el mesón-. Le cuento que ha cambiado todo en la cocina -las pausas que hacía entre una frase y otra me dejaban intrigada-. No sé qué le pasó, pues yo no encontraba nada -¿cómo era que aquella mujer era más feliz que yo?, pensé mientras fingía atención-, no tiene idea de todo el tiempo que perdí abriendo las gavetas y todos los gabinetes, para poder sentarme a desayunar en paz, como me gusta a mí.
Las risas se extendieron por la casa -ella era gorda y comía mucho, su apetito era objeto de bromas entre todos.
-¡Qué raro!, pocas veces ha hecho eso, seguro que botó un montón de cosas, capaz y se estaba quedando sin espacio.
-¡Válgame! ¿Sin espacio?, si esa cocina es más grande que mi casa, señora -la sencillez de Fernanda nos alegraba la vida-. En lo que sí atinó es que sacó cuánta cosa buena tenía guardada y yo salí ganando, me llevé un poco de cosas para la casa. Ella me las regaló y mi gente feliz cuando los llamé para que me esperaran en la parada de autobús, llevaba mucho peso.
Lo malo de Fernanda era la lengua, no se guardaba nada. A mi casa venía martes y jueves. Nada más, hacía la limpieza profunda y el resto de la semana, yo me ocupaba de mantener el orden.
-Bueno, déjeme ponerme a preparar el desayuno que tengo hambre. Usted, ¿qué va a querer?
-Si te cuento lo que comí al levantarme, me vas a regañar: helado de fresa con bananas. Estaba de antojo.
Me miró de arriba a abajo como si estuviera entendiendo otra cosa.
-No me diga que está preñada.
-No es eso, es que me pone feliz el helado. No lo compro precisamente por eso, porque luego no salgo de la nevera hasta que me lo como todo.
-Dicho de esa manera, voy a cocinar para mí, ya que usted se me adelantó -dijo batiendo su pelo quieto.
-Sí, come lo que te venga en gana, quedas en tu casa. Voy a cambiarme para salir al hospital. Sebastián viene en un rato, ya se fue al gimnasio. Prepárale arepas con carne, eso lo llena.
La señora Fernanda se me quedó mirando hasta que me vio subir las escaleras. Sentí un alivio por tenerla, hablar con ella era una catarsis y a la vez un estrés. Porque me miraba como si leyera mis pensamientos: me ponía en alerta.
Tomé un baño, pensando en Sebastián, era tan guapo. Qué feliz sería si decidiera cooperar y nos lleváramos bien. La realidad me golpeó con una crudeza inesperada: siempre creí que el amor se construía y que con paciencia lograría hacerlo mío. Ahora veo que no era tan fácil como imaginaba.
***
Me prometió matrimonio y se casó con otra, pensó Camila. Cuando Sebastián vino a buscarme después de la boda, lloró como un niño. Me dijo que lo habían obligado, que nunca quiso estar con ella, que algún día se separaría de Valentina: "Espérame, Camila", me pidió. Y yo, contra toda lógica, acepté. A pesar de mi decepción, quise jugarme una última carta.
Seguíamos viéndonos a escondidas después de su boda, pero de aquella petición había pasado casi un año. Entre turnos y guardias en el hospital, nos enamoramos y nos prometimos tantas cosas. La impaciencia estaba tomando control de la situación y empecé a presionarlo, haciendo escenas para que se sintiera incómodo. Mi meta era que se divorciara y se casara conmigo.
Estábamos hechos el uno para el otro, lo veía en los ojos de quienes nos miraban: mientras nos besábamos caminando junto a la playa; en un Centro Comercial o durante una comida. La gente podía ver que nos amábamos, éramos felices. Los días felices se fueron diluyendo, quedaron atrás los días en que nos divertíamos juntos, y yo lo notaba distante. Pero como no tenía nada concreto, apenas una sensación, me dio por pelear cuando se iba.
En medio de una conversación se detuvo sin razón, rompiendo toda armonía. En seguida, un silencio prolongado antes de la despedida.
Le dije que no quería que se fuera, que se quedara un rato más conmigo, que se iba muy temprano; le hablé suave para persuadirlo. Recordé sus palabras:"Me tengo que ir, ya lo habíamos. Dame tiempo". Yo lloraba, al verlo irse; no podía ser de otra manera.
-¿Tiempo?, ¿sabes lo que es estar aquí sola mientras imagino que estás con esa mujer?-respondí.
Me abrazaba. Yo me soltaba.
-No duermo con ella; estoy en otra habitación.
-No me basta.
-Divórciate.
-Lo haré; te dije que sí, me voy a divorciar, ya cumplí con mi familia. Yo tampoco quiero vivir con ella, más bien estoy haciendo todo para que sea Valentina la que se separe y así poder lavarme las manos.
-¿Y el dinero? ¿Cómo lo vas a devolver?
-Ese es el asunto: lo honorable es que les devuelva todo, hasta el último centavo.
-Si yo tuviera con qué, te lo daría; pero creo que si vendo mi único bien, mi carro, no alcanzará -lo dije en serio; deshacerme de mi carro era la mayor demostración de amor que le podía dar.
-¡Estás loca! ¿Cuánto te pueden dar por ese dinosaurio? -respondió en tono burlón.
-¡No me menosprecies! -grité y me le fui encima a golpearlo, por lo que dijo-. Eres un idiota, presumido; tú tampoco tienes dinero, tus padres están quebrados, no eres más que un...
Me callé; no quise herirlo más de lo necesario.
-Ya vez como te pones, no aceptas una broma.
-Vete a la mierda, anda con tu esposa millonaria; total, por eso te casaste con ella, eres su títere.
El portazo fue la respuesta que obtuve; hubiese preferido cualquier insulto.
Me asomé a la ventana y lo vi caminar rápido hacia su auto deportivo, el mismo que le habían puesto en la puerta de la casa después de la boda.
-¡Te odio! -grité con todas mis fuerzas, pero no supe si me escuchó. Solo el sonido de los cauchos contra el pavimento sellaron esa noche.
Me dio tanta rabia que viniera aquí y se fuera como si nada, como si yo fuera su p*ta, sin compromiso, apenas este anillo que me dio y que juré... me quité el anillo con rabia y lo tiré en el cajón.
Las horas pasaron y yo seguía eléctrica, caminando de un lado a otro, tratando de bajar, de calmarme. Quería salir y a la vez no. Las ideas venían desordenadas a mi cabeza, ninguna buena. Me provocaba meter la cabeza en el cesto de la basura a ver si se salían de una buena vez y me dejaban conciliar el sueño.
Vi de nuevo la hora y supuse que ya debía estar en su casa con ella.
Nada más pensar en su cara de santa, de esposa ideal, me asqueó. Ella brillaba en cada evento, lo tomaba del brazo con dulzura, lo miraba con devoción. En las reuniones de médicos, era la esposa atenta, la que reía en el momento justo, la que escuchaba sin interrumpir. Isabel la adoraba. Y yo la odiaba. En especial cuando Sebastián la defendía: es una buena mujer, es como una hija para mi madre, lo decía con frecuencia. Valentina le recordaba a su madre, tenía que ser que conectó con ella desde el punto de vista de familia, de mujer, de hogar.
-Muero de rabia, pero vas a llorar Valentina porque no lo voy a dejar. Te la vas a tener que aguantar -grité sacando medio cuerpo por la ventana.