Punto de vista: Serafina
La invitación fue entregada por uno de los soldados más jóvenes de los Covarrubias, un chico llamado Leo con ojos que aún conservaban un destello de bondad. Era para una fiesta privada, una pequeña reunión del círculo íntimo de la familia.
-¿Vendrás, Fina? -preguntó, su voz vacilante. Miró por encima del hombro como si esperara que Dante se materializara desde las sombras-. El Don... ¿estará allí?
En el pasado, la pregunta habría sido absurda. A donde iba Dante, iba yo. Era su sombra, su pequeño fantasma.
Miré a Leo, su rostro esperanzado un doloroso recordatorio de una vida que ya no era mía. Por primera vez, rompí verbalmente el lazo que me había unido a Dante durante una década.
-Él tiene gente más importante con quien estar -dije, mi voz tranquila y distante.
El rostro de Leo se descompuso, pero asintió en comprensión. Sabía, como todos sabían ahora, que mi tiempo como la mascota favorita del Don había terminado.
Esa noche, tuve una pesadilla.
Estaba de vuelta en la biblioteca, el olor a papel viejo y cuero impregnaba el aire. Dante estaba de pie ante mí, pero sus ojos eran diferentes. Eran los ojos de un extraño, fríos y muertos. En su mano, sostenía una pistola negra y elegante. La levantó lentamente, apuntando directamente a mi frente.
-Los traidores a la familia Covarrubias solo tienen una salida -dijo, su voz desprovista de toda emoción.
El estallido fue ensordecedor. Me desperté con un grito ahogado, mi cuerpo empapado en sudor frío, el dolor fantasma de un agujero de bala palpitando en mi cabeza.
El sueño era una advertencia. Mi subconsciente me gritaba lo que mi corazón ya sabía. No había una salida suave de esta vida. Dante no me dejaría simplemente marcharme. Para él, irse era la máxima traición.
Una energía frenética se apoderó de mí. Salí de la cama y arrastré la maleta de sus regalos desde mi clóset. No era suficiente. Tenía que borrarlo todo. Cada recuerdo, cada pieza de evidencia de que la chica que amaba a Dante Covarrubias había existido alguna vez.
Estaba arrastrando la maleta por la escalera principal, con la intención de llevarla al incinerador en el sótano, cuando la puerta principal se abrió.
Dante e Isabella entraron, riendo de algo que ella había dicho. El sonido murió en sus gargantas cuando me vieron. Los ojos de Dante se clavaron en la maleta en mi mano.
Su rostro era ilegible. Caminó hacia mí, sus pasos silenciosos y depredadores. Sin una palabra, me arrancó la maleta de las manos. Pensé que la abriría, que me confrontaría con la patética colección de sus afectos desechados.
No lo hizo.
Se dio la vuelta y le entregó la maleta al guardia de la puerta.
-Quémala -ordenó, su voz plana y dura como el acero.
El guardia asintió y desapareció en la noche. Dante se volvió hacia mí, su mirada recorriéndome con una fría evaluación. Mi cabello destrozado, mi postura desafiante.
Acababa de incinerar una década de nuestra historia sin pestañear.
-He arreglado tu nueva escuela -dijo, su tono no dejaba lugar a discusión-. Está aquí en la Ciudad de México. No vas a ir a ninguna parte.
Las palabras eran una sentencia de prisión. Me estaba apartando con una mano y enjaulándome con la otra. No me quería, pero nunca, jamás, me dejaría ir.