-Está bien -respondí.
La habitación no era muy amplia, funcionaba como una sala de espera pegada a la recepción. Obviamente, modificaron parte del interior. Habían rescatado o conseguido algunos muebles de esa época y los fusionaron con esculturas minimalistas y cuadros modernos.
Pablo iba y venía, y cada tanto se paraba a preguntarme si necesitaba algo. Viéndolo así, en su ambiente, con confianza y seguridad, bien vestido y sonriendo con gracia, pude adivinar por qué Clara cayó redonda por él. Las apariencias engañaban.
-Sácale fotos y mándamelas -me había pedido más temprano en un mensaje de WhatsApp. Tenía una galería con fotos de él que funcionaba como revista porno.
En veinte minutos se llenó de gente. Mujeres con vestidos sofisticados, hombres de etiqueta: un desfile de billeteras. Cuando se acercaban a la mesa, me transformaba en dos cosas: en un mago y, de vuelta, en la vendedora de la casa de cosméticos. Movía las manos como si estuviera mostrando un truco antes de ejecutarlo y luego les pasaba el resultado para que lo olieran.
Se oyó bullicio desde el hall y me distraje. Por estirar el cuello para chusmear, volqué un recipiente con aceite esencial de neroli sobre la madera. Le iba a quedar la mancha. Me apuré para absorberlo con un trapo de algodón. Entre el aroma intenso del aceite derramado y mi preocupación por la mesa, casi no registré los tacones que se acercaban. Casi.
Cuando me dijo quién era, me quedé quieta, con un frasco en la mano. No sabía dónde meterme. Lo miré: pelo negro, canas en las sienes. Más de cuarenta. Su voz era profunda, me daba palpitaciones. Sus ojos oscuros me taladraban, como si pudiera ver más allá. Era atractivo. Demasiado. ¡Dios!
«Deja de mirarlo así, estúpida», me dije.
Cualquier mujer en mi lugar, cuando un hombre así se acercaba, se estaría prendiendo fuego por dentro, yo ya me estaba quemando. Fue la sensación más rara de toda mi vida: un hombre que recién conocía me provocaba ganas con solo la mirada.
En la cocina fue amable. Decirle que tenía frío me sirvió para confirmar lo que sospechaba. Se estaba poniendo duro y verlo ahí, tan cerca, logró que me mojara un poco. Él también me miró.
-Vas a pensar que estoy mal de la cabeza -dije, sonriendo, tratando de justificarme por el supuesto frío.
-Todos estamos un poco mal de la cabeza. Tal vez sea el edificio...
-¿El edificio?
-Me sucedió algo parecido cuando comenzaron a remodelarlo, a arreglarlo.
-¿Frío?
-Sí, se sintió medio raro, hasta angustioso.
-¿Está embrujado?
-¡No! Que no te escuchen que me quedo sin huéspedes.
-Tengo una amiga a la que le gustan las cosas espirituales, según ella hay lugares, casas, donde las «energías» se quedan y andan abriendo alacenas de madrugada.
-¿Clara?
-Sí, ¿la conoces?
-Trabaja en la empresa y...
-Sí, anda con Pablo. Esa misma, Clara.
-Te pido disculpas de nuevo por lo de Rosario. No me di cuenta -dijo metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Le daba vergüenza ajena.
-Pablo tendría que haberlo notado. Pero no le da el cerebro. Solo usa el de abajo... ¡Ay, perdón! Es tu amigo.
Lo tomé desprevenido con ese comentario y se le escapó una carcajada.
-La verdad no ofende. Lo quiero mucho, pero hay cosas en las que no estamos de acuerdo.
Tenía su saco sobre sus hombros, cruzaba las manos para cerrarlo sobre el pecho y le arrugaba las solapas. Hablar de Pablo y Clara nos sacó de eje, a mí me sacó de eje. Dudé. Quizá había interpretado equivocadamente la intención en su mirada o me engañé a mí misma creyéndome Angelina Jolie. Sin embargo, me seguía mirando con esos ojos...
-Gracias por el vino y por el abrigo, pero creo que es hora de volver -dije, poniéndome de pie y deslizando el saco.
Me sorprendió con lo que dijo:
-Quiero el perfume -se apuró a decir cuando le devolví la prenda. Me asombró y se me dibujó una sonrisita en la boca.
-¿En serio?
-Sí. Pero voy a pagarlo.
-Por supuesto que vas a pagarlo.
-¿Dónde queda tu tienda? ¿Cuándo puedo ir? -sonaba como un nene ansioso.
-En la mesa, afuera, dejé las tarjetas. Te doy una y puedes venir cuando quieras. Pero hazlo con algo de tiempo, el proceso lleva lo suyo.
Salimos de la cocina y todo se veía normal. Los invitados paseaban, conversaban con sus copas en la mano. Saludó a algunos mientras íbamos al rincón de los perfumes. La tarjeta que le di era la de siempre: papel texturado, letras doradas, filigranas y tenía fragancia.
-Essenza -leyó en voz alta.
-Ese es mi mundo.
Se guardó la tarjeta en el bolsillo interno del saco mientras Pablo, desde la otra punta, le hacía señas. Tocaba el show del anfitrión perfecto.
-Perdón, Violeta, pero tengo que circular.
-Sí, te entiendo. Un gusto conocerte.
-¿Ya te vas?
-No, ¿por qué?
-Me pareció.
-Si me voy ahora tendré que regalarte el perfume.
-Todo sea por el negocio -respondió, sonriendo.
-¡Por supuesto!
La noche por fin terminó, salí con mi bolso y una valija metálica en la mano a la puerta y ahí estaba con Pablo.
-Gracias por todo, Violeta -me saludó Pablo. Pero solo lo miré y se asustó. Fue gracioso ver al superhombre amedrentarse.
-¿Cómo te vas? ¿Te llevo? -preguntó Enzo, acercándose. Quería decir que sí.
-No, gracias. Ya pedí un coche por una aplicación, está a dos calles. Además, no me subo a autos de desconocidos.
-El chofer de la aplicación es un desconocido.
-Es diferente.
Pablo se escabulló adentro. Ese minuto que el coche tardó en llegar nos quedamos parados, uno al lado del otro en silencio. El aire estaba algo fresco, el bullicio típico de un sábado por la madrugada se oía distante. Me miró de reojo.
El coche paró. Me abrió la puerta y me acomodé en el asiento de atrás.
-Gracias por venir, Violeta.
-Gracias por invitarme.
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Eran casi las 6 de la tarde cuando terminé con todo. Después de una apertura, el trabajo se acumulaba en mi escritorio y me retenía en la oficina más de la cuenta.
Romina entró con otra carpeta debajo del brazo y la mandé a la casa. Ella era como yo: no se iba hasta que todo quedaba terminado. Tenía dos adolescentes y muchos problemas.
Yo comenzaba a tenerlos con Matteo también: con 10 años se comportaba y hablaba como un muchacho, no como un niño. A veces me desconcertaba su madurez y otras me dolía.
Solía observarlo mientras jugaba con esa bendita consola, sintiendo cómo se alejaba. Ya no compartía sus cosas, no preguntaba por las mías; él se informaba de todo por las redes sociales y pretendía que yo hiciera lo mismo: «Bruno subió las fotos de su cumpleaños a su cuenta, papá. Ahí está todo lo que hicimos». De pronto, me transformaba en un dinosaurio.
Me juré que si me detenía, me convertiría en la misma clase de padre que tuve. Así que insistía por muchos rechazos y plantadas que me hiciera.
Lo que me llevó al mundo mágico de Violeta esa tarde fue, justamente, otro de sus desplantes.
-Voy en camino, Matteo. Estoy en veinte minutos. Recién salgo de la oficina -ajustaba el manos libres mientras cambiaba de carril.
-Ah... papá, sobre eso... -Ahí venía.
-¿Qué pasó?
-No voy a poder. Me invitaron a jugar un partido y... ya estoy aquí.
-Habíamos quedado en esto desde la semana pasada. Es la tercera vez que me dejas pagando, hijo.
-Lo sé, pero salió de repente. No es la gran cosa. Podemos vernos otro día, ¿no?
-¿Otro día? ¿Cuándo?
-Te aviso. Mamá me puede llevar después del partido, así que no te preocupes.
Matteo cortó la llamada antes de que pudiera responderle. Usé el deportivo para nada. Trataba de ser un «papá genial» y manejaba ese auto solo porque a él le gustaba; se volvía loco, imaginaba que era un Fórmula 1.
Estaba en la autopista y tenía que cambiar de dirección para volver. Paré en la estación de servicio. Me bajé a comprar una bebida isotónica, necesitaba recuperar energía. Cuando pagué, encontré la tarjeta de Essenza. La había sacado del saco para no olvidarla.
Una semana. Jugué con ella entre los dedos mientras manejaba de regreso. Hasta soñé con Violeta, con esa boca, con esos senos ahí, en Nostalgia. Toda hermosa, toda caliente, toda mojada. Creo que hasta la escuché gemir.
Demasiado real, las emociones fueron demasiado reales. Uno de esos sueños de los que me despertaba con las sábanas manchadas.
La llamé, si me decía que no, intentaría de nuevo al día siguiente.
«Cliente especial», me hizo reír otra vez. Era el tono de voz con el que hablaba, no lo que decía. Quizá las dos cosas. Supe que habérmela dado de seductor no fue un fracaso rotundo. En cuanto bajé de la autopista, me vibró el cuerpo. Había olvidado lo que significaba sentirme magnetizado por una mujer.
Estacioné pasando la esquina donde estaba la tienda, solo un poco, para que los de tránsito no se me vinieran encima. Ni bien pisé la acera, tuve la impresión de que estaba por entrar a un cuento de hadas.
Violeta estaba detrás del cristal. Se me secó la boca. El carrillón sonó, la madera crujió debajo de mi zapato y esa sonrisa enorme y limpia me recibió del otro lado del mostrador.
-Enzo, bienvenido -ella se acercó y, de pronto, Essenza me tragó.
-Es increíble -ni siquiera la saludé.
-Gracias. Viniendo de un hombre como tú, es más que un halago.
-¿De un hombre como yo?
-Imagino que has visto muchas cosas y mejores.
-No como esto. ¿Cómo se te ocurrió? -En verdad, estaba sorprendido.
-No lo sé -respondió encogiéndose un poco de hombros-. Mi maestro me enseñó a la antigua y siempre me han gustado las cosas de otra época, lo vintage. Me enamoré del piso y el resto se armó solo.
Observé todo: las telas claras, los estantes y los objetos viejos esparcidos por ahí.
-¿Empezamos? -me preguntó.
-Sí. Perdón por venir a último momento.
-No te preocupes -cerró la puerta y volteó el cartelito-. Mi estudio está en el fondo -me dijo, señalando una puerta oscura.
El estudio era una subentrada a otro nivel de ese mundo. Casi medieval, si no fuera por la laptop y la pantalla de la cámara de seguridad. No sabía si estaba hecho a propósito: la fachada que atraía, el interior que sorprendía y esa pequeña habitación que hechizaba.
Señaló una silla junto a la mesa y me senté. La vi buscar un anotador, un bolígrafo, acomodar otra silla frente a mí, con la cara completamente iluminada. Me di cuenta de que no era solo una profesión para Violeta, era ella misma.
-Bien -abrió su anotador-, ¿qué buscas con este perfume?
-¿Cómo que busco?
-La mayoría viene con un aroma específico en mente, casi siempre un recuerdo que quieren revivir...
-¿Replicas recuerdos?
-Lo intento. Las fragancias que hago son personalizadas, eso quiere decir que no hay dos iguales. Así que, de acuerdo a lo que necesites revivir, te haré preguntas. ¿Está bien?
-Sí, claro -un recuerdo embotellado. ¿Pero de qué?
-Entonces, ¿qué perfume quieres?
-Mi fragancia, mi propia fragancia.
Más egocéntrico no podía sonar.
-¿Quieres «tu» perfume?
-Así es.
Violeta me devolvió una sonrisa entre divertida y cómplice.
-¿Qué? -pregunté, nervioso.
-Nada, no es la primera vez que tengo un cliente que... quiere saber a qué huele. Podemos hacerlo. Podemos hacer el aroma Romano -respondió, confiada.
Nunca se me había cruzado que pedirle una fragancia fuera un proceso tan complicado. En realidad, era una excusa para volver a verla y hablar con ella.
-Dime, ¿prefieres fragancias frescas, dulces, amaderadas o especiadas?
-No lo sé -mentí, siempre tuve inclinación por las amaderadas con alguna nota oriental. No era la primera vez que me hacían un perfume. Tenía curiosidad por su trabajo, por Violeta.
La vi ponerse de pie y buscar varias cosas por todo el estudio. Era como una bruja blanca eligiendo los ingredientes para su pócima. Aunque ya me había embrujado esa noche cuando me miró con los ojos enormes.