Al entrar por la puerta principal, lo primero que noté fue el olor. No era el aroma familiar de mis velas de vainilla y sándalo. Era un perfume floral, empalagoso y dulzón. El aroma de Kimberly. Estaba por todas partes, una hierba invasora que asfixiaba todo lo que una vez fue mío.
Seguí el sonido de un suave tarareo hasta nuestra recámara principal.
La puerta estaba entreabierta. Kimberly Rivas estaba de pie frente a mi espejo de cuerpo entero, envuelta en mi bata de seda favorita, la que Javier me había comprado para nuestro aniversario. Mi joyero estaba abierto sobre el tocador, su contenido derramado sobre la superficie de mármol como el tesoro de un pirata.
Sostenía el collar de perlas de mi madre, dejando que las delicadas gemas se deslizaran entre sus dedos.
-¡Oh, Estela! Ya estás en casa -dijo, su voz una mezcla perfecta de sorpresa y fingida inocencia. No parecía enferma. Se veía vibrante, triunfante-. Javier estaba tan preocupado. Insistió en que me quedara aquí, donde pudiera vigilarme.
Hizo un gesto vago alrededor de la habitación.
-Dijo que no te importaría. Ya que, bueno... te irás pronto de todos modos.
Sus ojos, agudos y calculadores, se posaron en la mesita de noche. En la caja de terciopelo que contenía mi anillo de compromiso y mi argolla de matrimonio. El anillo era una pieza personalizada que yo misma había diseñado, una intrincada banda de platino trenzado que simbolizaba nuestras vidas entrelazadas.
Kimberly lo tomó, sus dedos cerrándose alrededor de la banda de platino. Intentó ponérselo en su propio dedo. Era demasiado pequeño.
-Me contó la historia de este anillo -murmuró, una sonrisita de suficiencia jugando en sus labios-. Cómo prometió que sería el único que usarías.
Una rabia blanca y ardiente estalló en mi pecho, quemando la insensibilidad.
-Suéltalo, Kimberly.
Fingió un jadeo de sorpresa, sus ojos se llenaron de lágrimas de cocodrilo instantáneas.
-Lo-lo siento. Solo lo estaba admirando. Es tan hermoso. No quise hacer ningún daño.
-Dije que lo sueltes.
-¿Qué está pasando?
La voz de Javier vino desde la puerta. Llevaba un delantal, mi delantal, el que tenía el tonto lema «Besa a la Arquitecta» que le había comprado como broma. Sostenía una espátula. Había estado cocinando para ella.
Miró del rostro surcado de lágrimas de Kimberly a mi expresión fría y dura. Sus cejas se fruncieron en inmediata desaprobación.
-Estela, ¿qué estás haciendo? -exigió-. ¿No ves que la estás alterando? Es frágil. Sé un poco más generosa.
Lo absurdo de sus palabras me dejó muda. ¿Generosa? ¿Me pedían que fuera generosa con la mujer que había desmantelado sistemáticamente mi vida?
-Ese anillo -dije, mi voz peligrosamente baja-, es mío. Quiero que quite sus manos de él.
Javier suspiró, un sonido largo y cansado de pura exasperación. Se acercó a Kimberly, tomando suavemente el anillo de su mano. Por un segundo que me paró el corazón, pensé que me lo iba a devolver.
En cambio, se volvió hacia ella, su voz suavizándose.
-No te preocupes, cariño. Te compraré uno nuevo. Algo más grande. Mejor.
Luego, se dio la vuelta y, sin pensarlo dos veces, arrojó mi anillo -nuestro anillo, nuestra promesa, toda nuestra historia- en la maleta abierta y a medio hacer sobre mi cama como si fuera un trozo de basura.
-Y Estela -dijo, su voz endureciéndose de nuevo mientras me miraba-. Kimberly necesita esta habitación. Tiene la mejor luz y el baño privado es más accesible para ella. Puedes tomar la habitación de invitados de abajo.
Me quedé allí, congelada, mientras él ponía un brazo protector alrededor de Kimberly y la sacaba de la habitación, murmurándole palabras tranquilizadoras. Era una intrusa en mi propia casa. Una invitada en mi propia vida.
La cena fue un asunto silencioso y tortuoso. La mesa estaba cargada con todos los favoritos de Kimberly: callos de hacha sellados, crema de langosta, espárragos a la parrilla. Cada plato era un recordatorio de lo bien que la conocía y de lo completamente que me había olvidado.
Los callos de hacha estaban cocinados en aceite de cacahuate.
Tengo una alergia severa y mortal a los cacahuates. Javier lo sabía. Una vez me había llevado de urgencia al hospital, presa del pánico, después de que comiera accidentalmente una galleta con relleno de crema de cacahuate. Me había sostenido la mano mientras los médicos me administraban el EpiPen, con el rostro pálido de miedo, jurando que nunca dejaría que algo así volviera a suceder.
Ahora, estaba quitando con cuidado un trocito de cáscara de la langosta de Kimberly, su atención completamente en ella.
-Ah -dijo, mirándome como si acabara de recordar que estaba allí-. No tienes problemas con los cacahuates, ¿verdad?
Mi corazón no solo se rompió. Se convirtió en polvo. El hombre que una vez memorizó cada una de mis preferencias, cada uno de mis miedos, ahora no podía recordar lo único que podía matarme.
Lo observé, mi mano temblando mientras tomaba mis palillos. No comí ni un bocado.
Después de la cena, Kimberly arrulló que quería ver los álbumes de fotos de la infancia de Javier. La llevó al estudio, un lugar que siempre había sido nuestro santuario privado, con su mano descansando posesivamente en la parte baja de su espalda.
Volví arriba a la habitación de invitados -el espacio pequeño e impersonal al que había sido relegada- y comencé a empacar las pocas pertenencias que él aún no había descartado. No quedaba mucho. Mi vida con él había sido tan absorbente que tenía muy poco que fuera solo mío.
Un estruendo repentino resonó desde el estudio de abajo, seguido por el grito teatral de Kimberly.
Corrí por el pasillo.
En el suelo del estudio yacían los restos destrozados de un marco de fotos de plata. Y entre los brillantes fragmentos de vidrio estaba la fotografía rota y arrugada de mi madre. Era la única foto que tenía de ella antes de que se enfermara, con su sonrisa radiante y sus ojos llenos de vida. Era mi posesión más preciada.
-¡Dios mío! -gritó Kimberly, llevándose una mano al pecho-. Soy tan, tan torpe. Solo quería verlo más de cerca, y simplemente... se me resbaló.
Javier ya estaba a su lado, revisando sus manos en busca de cortes.
-Es solo una foto, Kimberly, no te preocupes -dijo con desdén-. Podemos imprimir otra.
No podía. Mi madre estaba muerta. El negativo se había perdido hacía años. Esto era todo. Esto era todo lo que me quedaba.
Un dolor, más agudo y profundo que cualquier herida física, me desgarró. Caí de rodillas, mis dedos intentando torpemente unir los fragmentos del rostro sonriente de mi madre. Una astilla de vidrio me cortó la yema del dedo. Ni siquiera lo sentí. La sangre brotó, una única y perfecta gota roja que cayó sobre la imagen rota, manchando su mejilla como una lágrima.
Mis propias lágrimas cayeron, silenciosas y calientes, nublando el recuerdo destrozado ante mí.
Levanté la vista, mi visión nadando. Javier seguía preocupándose por Kimberly, completamente ajeno a la devastación absoluta que acababa de permitir que sucediera.
Mis ojos enrojecidos se encontraron con los suyos al otro lado de la habitación, y por primera vez en veinte años, no vi al hombre que amaba. Vi a un extraño. Un extraño cruel y descuidado que acababa de destruir la última pieza de mi corazón.
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