Un mes había pasado desde el acuerdo en la suite del hospital. Un mes de recuperación acelerada para Paul, y un mes de luto profundo y presión insoportable para Abigail. La boda, como había estipulado Paul, fue todo menos discreta. Era un espectáculo mediático, una exhibición de poder y normalidad fabricada para los Williams. Se llevó a cabo en la lujosa catedral de la ciudad, desbordante de flores exóticas y cientos de invitados de la alta sociedad. El ambiente era más propio de una gala de estado que de una celebración íntima, con el destello constante de las cámaras grabando cada instante.
Paul, de pie frente al gran altar, ajustó el cuello de su impecable traje negro. Se sentía fuerte, recuperado, pero una extraña inquietud lo recorría. No había querido ver a Abigail antes. Para él, era una variable en una ecuación que ya había resuelto. Conocer su rostro era irrelevante.
-Nervios, hermano? -susurró Lucier, a su lado, actuando como su testigo.
-Solo impaciencia por terminar con este trámite -respondió Paul con voz fría, sus ojos escaneando la larga alfombra por donde ella entraría.
Paula, sentada en la primera fila, no podía disimular su desaprobación. Cruzaba y descruzaba los brazos, mirando con recelo a Julian, quien, desde su asiento, parecía un gato que se había tomado la nata. La música comenzó, una potente melodía de órgano que resonó en la nave abarrotada. Todos los ojos y todos los objetivos de las cámaras se volvieron hacia la entrada. Y entonces, Abigail apareció.
Del brazo de su padre, avanzó con pasos lentos y medidos bajo el murmullo de los invitados y el cliqueo de los fotógrafos. Llevaba un deslumbrante vestido blanco de alta costura, un espectáculo de encaje y seda diseñado para los titulares. Un velo largo cubría su rostro, pero a través de la gasa, Paul pudo distinguir unos ojos grandes, de un color que no pudo definir, bajos, fijos en el suelo. No irradiaba felicidad, sino una resignación que la hacía parecer etérea, como un fantasma en su propia boda. Los medios, siguiendo la narrativa oficial, susurraban sobre la "bella heredera que regresaba de su estancia en el extranjero" para contraer este ventajoso matrimonio.
Y entonces, sucedió. Fue un vuelco violento, un salto desenfrenado dentro de su pecho. No era el latido regular y controlado al que se estaba acostumbrando. Era una explosión caótica, un tamborileo frenético que parecía querer salirse de su caja torácica. Paul llevó una mano instintivamente al corazón, un gesto que no pasó desapercibido para las cámaras más avispadas.
-Paul? -murmuró Lucier, alarmado al ver el súbito cambio en su semblante. Había palidecido visiblemente.
Paula se puso de pie de un salto. -¡Hermano! ¿Te sientes bien? -su voz, cargada de pánico, se elevó por encima de la música.
Julian se puso tenso, su sonrisa se congeló. Si Paul sufría un rechazo ahora... todo su plan se iría al traste. Abigail, al oír las exclamaciones, alzó por fin la mirada. A través del velo, sus ojos se encontraron con los de Paul. Fue solo un instante, pero para él, fue una eternidad. El corazón respondió con otra sacudida brutal, tan fuerte que casi le hizo perder el equilibrio.
-Paul, esto debe parar -dijo Lucier con firmeza, poniendo una mano en su hombro-. La ceremonia puede esperar.
Paul cerró los ojos por un segundo, conteniendo la marejada de sensaciones. La mirada triste de ella, el latido desbocado... Era irracional. Era una debilidad.
-No -logró decir, con la mandíbula apretada. Abrió los ojos, y en ellos solo quedaba la fría determinación de quien controla cada uno de sus actos-. Estoy bien. Es solo... un efecto secundario de la medicación. Continuemos.
Su voz no admitía réplica. Paula y Lucier intercambiaron una mirada de preocupación, pero se replegaron. Julian, aliviado, dio un paso al frente y, con una sonrisa forzada, tomó la mano de Abigail y se la acercó a Paul.
-Te entrego a mi hija, Paul. Cuídala -dijo con una solemnidad que sonó falsa en todos los presentes. Paul extendió su mano. Sus dedos se cerraron alrededor de los de Abigail.
Una descarga eléctrica, intensa e inconfundible, recorrió todo su brazo y se expandió por su cuerpo. No era un simple cosquilleo; era una corriente viva, un choque de realidades. Paul contuvo el aliento. Abigail, por su parte, retiró la mano un milímetro, como si también la hubiera sentido, antes de permitir que su mano reposara, fría e inerte, en la de él.
-¿Señor? -la suave voz del oficiante lo sacó de su estupor-. ¿Podemos continuar?
Paul asintió con la cabeza, sin poder apartar la mirada de la figura velada a su lado. Apretó su mano con un poco más de fuerza, no por cariño, sino como un acto de dominio, como para dominar la tormenta que ese simple contacto había desatado en su propio cuerpo.
-Sí -respondió, su voz recuperando su tono firme y controlado, aunque su corazón, el corazón prestado, siguiera martilleando contra sus costillas con un mensaje urgente y desconocido-. Continuemos.
Mientras el oficiante recitaba los votos, Paul solo podía pensar en una cosa: aquel latido descontrolado y aquella chispa eléctrica no formaban parte del acuerdo. Cuando el oficiante pronunciaba las palabras que unirían sus vidas en un lazo puramente contractual, Abigail sentía que flotaba fuera de su cuerpo. La mano de Paul era firme y cálida alrededor de la suya, un contraste brutal con el hielo que llevaba en el alma. El eco de los votos le llegaba amortiguado, como si escuchara bajo el agua. "Hasta que la muerte los separe". La ironía le apretó la garganta. Para ella, la muerte ya los había separado de la única unión que importaba.
Al firmar los documentos con una mano temblorosa, todo terminó. Eran marido y mujer. Un estruendo de flashes estalló a su alrededor, capturando el primer beso protocolario, un frío roce de labios que heló el alma de Abigail. El bullicio de los invitados llenó la sala.
-Bienvenida a la familia -murmuró Paula, con una cortesía que no lograba ocultar su frialdad, mientras posaban para las fotos.
-Gracias -susurró Abigail, sin poder sostenerle la mirada.
Paul ya estaba hablando en voz baja con Lucier sobre un asunto de la empresa, esbozando una sonrisa para las cámaras, como si lo que acababa de ocurrir fuera una simple pausa en su jornada laboral. Abigail se sintió invisible, un accesorio más para la prensa. Con una excusa murmurante, se dirigió hacia una pequeña terraza anexa al salón, necesitando un momento a solas para respirar, para recordar por qué estaba haciendo esto.
El aire fresco de la tarde le dio una momentánea sensación de calma. Cerró los ojos, intentando imaginar la sonrisa de Liam. Pero la imagen se estaba volviendo borrosa, y eso le partía el corazón de nuevo.
-Así que tú eres la afortunada.
La voz, cargada de un veneno dulce, la hizo girar sobre sus talones. En la entrada de la terraza, recostada contra el marco de la puerta, había una mujer. Alta, esbelta, vestida con un ceñido vestido rojo que gritaba provocación en medio de la blanca y pulcra celebración. Su belleza era sharp y calculada, y sus ojos, del color del hielo, recorrían a Abigail de arriba abajo con una mezcla de desdén y curiosidad malsana.
-Perdón, ¿la conozco? -preguntó Abigail, confundida, sintiendo cómo una incomodidad instintiva se apoderaba de ella.
-No, no me conoces. Pero yo sí te conozmo a ti, Abigail Johnson. O debería decir... Williams -la mujer esbozó una sonrisa fría-. Soy Valeria. La ex-novia de Paul. La que, por cierto, debería estar a su lado hoy.
Abigail sintió un escalofrío. Recordaba vagamente haber oído ese nombre en alguna conversación de sociedad. La modelo de renombre internacional que había roto el corazón de medio mundo, incluyendo, supuestamente, el de Paul.
-No sabía que estabas invitada -respondió Abigail, tratando de mantener la compostura.
-No lo estaba -admitió Valeria sin ningún reparo, avanzando un paso hacia ella-. Tuve que... colarme. Cuando volví del extranjero, dispuesta a recuperar lo que es mío, me encontré con los horribles titulares de los periódicos. "El heredero Williams se casa por conveniencia". Al principio no lo creí. Paul siempre fue un hombre de gustos... exquisitos.
Su mirada recorrió el lujoso vestido blanco de Abigail con una clara intención de herir.
-Hasta que lo vi a él, contigo -continuó, y su voz perdió la falsa dulzura-. Dime, ¿qué le hiciste? ¿Qué le chantajeaste a tu padre para que te consiguiera este... ascenso social?
-No tienes idea de lo que estás hablando -replicó Abigail, sintiendo cómo el rubor de la indignación le teñía las mejillas.
-¡Oh, creo que sí! -la voz de Valeria se elevó, afilada como una cuchilla-. Sé cómo funciona gente como tú y tu padre. Trepadores. Oportunistas. ¿Crees que por ponerte ese vestido blanco y firmar un papel ya has ganado? -Se acercó tanto que Abigail pudo sentir su perfume, opresivo y caro-. Paul es mío. Nuestra historia no ha terminado. Lo único que has hecho es robarme mi lugar, un lugar que nunca podrás llenar. Eres solo un obstáculo, Abigail. Y los obstáculos... siempre se apartan del camino.
Antes de que Abigail pudiera responder, Valeria le lanzó una última mirada de puro odio y desprecio, dio media vuelta y se marchó con el mismo sigilo con el que había llegado, dejando un rastro de amenaza en el aire.
Abigail se quedó temblando, apoyada contra la barandilla de la terraza. Las lágrimas que había contenido durante toda la ceremonia amenazaban con brotar. No solo estaba atrapada en un matrimonio sin amor, con un hombre que la despreciaba, sino que ahora tenía a una mujer poderosa y resentida jurando su perdición.
Desde el interior del salón, Paul, distraídamente, buscó con la mirada a su nueva esposa. La vio en la terraza, pálida y alterada, justo cuando Valeria se alejaba de ella. Un frío presentimiento se apoderó de él. Reconoció a Valeria al instante.
Continuará...