Paul, fiel a su naturaleza, cumplía con el contrato al pie de la letra. Proveyó todas las comodidades materiales, pero su presencia era un fantasma distante. Comían juntos en el largo comedor de caoba, pero las conversaciones se reducían a monosílabos y preguntas protocolarias.
-¿Necesitas algo? -era su frase más recurrente.
-No,estoy bien, gracias -era la respuesta automática de ella.
Pero detrás de esa fachada de control, Paul libraba una batalla interna. Cada vez que estaba cerca de Abigail, su corazón-el corazón de Liam-reaccionaba de manera traicionera. Un latido acelerado al verla pasar, una punzada de nostalgia cuando escuchaba una canción de la radio que ella tarareaba sin pensar, una calidez inexplicable que lo invadía si sus manos se rozaban por accidente al pasar la sal. Eran sensaciones intensas, ajenas, que atribuyó a una debilidad postoperatoria o a un extraño efecto secundario. Para negarlas, para reafirmar su control, redobló su frialdad. La distancia física y emocional era su escudo.
Para Abigail, el silencio se volvió ensordecedor. Las miradas cortantes de Paula, que aunque ya no eran abiertamente hostiles, seguían siendo vigilantes y distantes, y la completa indiferencia de Lucier, la sumían en una profunda soledad. Extrañaba las risas tontas, los planes improvisados, el desorden lleno de amor de su vida anterior. En la opulenta mansión, su dolor no tenía cabida; era un inconveniente que debía ser barrido bajo la alfombra persa.
Una tarde, mientras paseaba por los jardines perfectamente recortados, una abrumadora necesidad de sentirse cerca de Liam, de su realidad, la invadió. No podía respirar más aire enrarecido por la elegancia y el desdén.
Al día siguiente, después de que Paul se marchara a la oficina y Paula se encerrara en sus estudios online, Abigail tomó una decisión. Se vistió con un discreto vestido negro, se cubrió el cabello con una pañoleta y, con el corazón latiendo fuerte de culpa y anhelo, salió de la mansión a pie. Tomó un taxi en la esquina y dio una dirección que creía no volver a visitar tan pronto: el cementerio.
-En la Mansión Williams-
Paula, desde la ventana de su habitación, vio la figura solitaria de Abigail alejarse a pie con determinación. Un presentimiento extraño se apoderó de ella. No iba vestida para ir de compras ni para una visita social. Había una urgencia triste en su paso.
-Lucier -llamó por teléfono a su amigo-, Abigail acaba de salir. Caminando. Y con un vestido negro. Me parece... raro.
-¿Quieres que la siga? -preguntó Lucier desde la oficina, con su pragmatismo habitual.
-No, yo lo haré -decidió Paula, movida por una curiosidad que mezclaba la desconfianza y una incipiente punzada de preocupación-. Quiero saber qué está haciendo.
Sin pensarlo dos veces, Paula agarró sus llaves y siguió a su cuñada a una distancia prudente, usando su pequeño auto deportivo. La siguió hasta que Abigail bajó del taxi y, con el corazón encogido, Paula vio la verja de hierro forjado del cementerio. Su desconfianza se transformó en una incredulidad cargada de confusión. ¿Qué hacía su nueva cuñada, recién casada con su hermano, visitando la tumba de su difunto esposo?
Estacionó el coche y entró al camposanto, escondiéndose detrás de un mausoleo antiguo. Desde allí, observó la escena.
Abigail se arrodilló frente a una lápida sencilla. No podía oír sus palabras, pero veía sus hombros sacudirse con sollozos silenciosos. Era una imagen de un dolor tan raw y genuino que a Paula, acostumbrada a la falsedad de su círculo social, le resultó desgarradora.
De repente, la escena cambió. Dos figuras, una mujer mayor y un hombre de mediana edad, se acercaron a Abigail con pasos airados. Paula reconoció a la madre y al padre de Liam O'Connor por las fotos que había visto en los reportes que Lucier consiguió antes de la boda.
-¡¿Tú?! ¡¿Qué haces aquí?!
Abigail se levantó de un salto, secándose rápidamente las lágrimas. Frente a ella estaban Verusca y David O'Connor, los padres de Liam, y Micaela, su hermana. Sus rostros estaban pálidos y contraídos por el dolor y la rabia.
-Señora O'Connor, yo... solo venía a...
-¿A qué? ¿A limpiar tu conciencia? -espetó Verusca, su voz temblorosa de indignación-. ¿A mostrarle a nuestro hijo cómo te vendiste al mejor postor tan pronto se enfrió la tierra sobre su cuerpo?
-No fue así, por favor -suplicó Abigail, sintiendo que el mundo se cerraba a su alrededor-. Mi padre me forzó, ustedes lo saben...
-¡Lo sabemos! -gritó David, dando un paso al frente-. ¡Y también sabemos que tu despreciable padre tuvo la desfachatez de enviarnos una invitación a tu gran boda! ¿Para qué? ¿Para frotarnos en la cara tu... tu traición?
Micaela lanzaba miradas asesinas. -¿Cómo pudiste, Abigail? Él te amaba. Y tú... te casaste con ese... ese magnate. ¿El dinero borró su memoria tan rápido?
-¡No! ¡Los amo a todos, todavía lo amo a él! -gritó Abigail, desesperada, mientras retrocedía un paso, acorralada por su dolor y su acusación.
La escena se volvió tensa, con los O'Connor acorralando a una Abigail vulnerable y temblorosa. Paula, desde su escondite, sintió un remordimiento instantáneo. No era una cazafortunas sin sentimientos. Era una mujer destrozada, visitando en secreto la tumba del hombre que amaba, y estaba siendo atacada por la única familia que la había entendido.
Sin pensarlo dos veces, Paula salió de detrás del mausoleo y se dirigió hacia ellos con paso firme.
-Basta -dijo, con una autoridad que sorprendió incluso a ella misma. Se colocó a un lado de Abigail, protegiéndola-. Déjenla en paz.
-¿Y tú quién eres? -preguntó David O'Connor con la voz cargada de rabia y desconfianza, mirando a la joven que se interponía entre ellos y Abigail.
-Soy Paula Williams. La hermana de Paul -declaró Paula, manteniendo la voz firme a pesar del latido acelerado en su pecho. Clavó sus ojos en Verusca-. Y les sugiero que se calmen y se alejen.
-¿Williams? -La voz de Verusca era un grito ahogado de amargura-. ¡¿La familia de ese hombre con el que nos cambió?! ¡Esto es asunto nuestro, niña! ¡Lárguese!
-No me voy a ningún lado -replicó Paula, sacando su teléfono con determinación-. Abigail es mi familia ahora, por ley. Y si no dejan de acosarla en este momento, llamo a la policía. ¿Realmente quieren que los detengan por alterar el orden público y amenazar a una mujer frente a la tumba de su propio hijo? Sería un espectáculo bastante penoso.
La mención de la policía hizo titubear a David. La ira en sus ojos no se disipó, pero una chispa de cordura regresó. Sabía que Paula tenía razón.
-¿Llamar a la policía? ¿Para proteger a esta... esta...? -Verusca buscaba una palabra lo suficientemente hiriente, pero el dolor le nublaba el juicio.
-¡Basta, Verusca! -la interrumpió David, tomándola del brazo con fuerza-. Ya es suficiente. No vale la pena.
-¡Pero David, nuestro Liam...!
-¡Nuestro Liam se ha ido! -rugió él, con un dolor que desgarraba el alma-. Y esto... esto no lo trae de vuelta. Vámonos.
David arrastró a una Verusca sollozante y furiosa, alejándose entre las tumbas. Antes de desaparecer de la vista, Verusca lanzó una última mirada envenenada hacia Abigail.
-¡No eres bienvenida aquí! ¡No vuelvas! -gritó, antes de que su esposo la guiara fuera del cementerio.
Una vez se fueron, la tensión se rompió y Abigail, que había estado temblando como una hoja, dejó escapar un sollozo seco y se cubrió el rostro con las manos. El peso de la culpa, el dolor y la humillación era demasiado.
Continuará...