Promesas Rotas, Un Corazón Vengativo Regresa
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8
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Capítulo 8

Punto de vista de Sofía Garza:

Un pensamiento horrible se solidificó en los escombros de mi mente: Alejandro había filtrado el video. Era la única explicación. ¿Quién más podría haber accedido a las grabaciones de seguridad del hotel con tanta facilidad? ¿Quién más sería tan cruel?

Una parte de mí, una pequeña y tonta parte, se negaba a creerlo. Pero la evidencia era condenatoria.

La puerta de mi oficina se abrió de golpe y un enjambre de reporteros inundó el lugar, sus cámaras parpadeando como una ráfaga de disparos. La luz era cegadora, desorientadora.

-Señorita Garza, ¿es cierto que ofreció favores sexuales a un agente de la FGR?

-¿Está usando su cuerpo para obstruir una investigación federal?

-¿Qué tiene que decir su padre sobre el comportamiento depravado de su hija?

Las preguntas eran como piedras, afiladas y brutales. Retrocedí tambaleándome, mi espalda golpeando el borde de mi escritorio mientras me presionaban, una manada de lobos hambrientos oliendo sangre. Mi equipo de seguridad finalmente logró sacarlos, pero el daño estaba hecho.

Mi asistente corrió a mi lado, su rostro una máscara de preocupación.

-La Fiscalía acaba de dar una conferencia de prensa -dijo, su voz temblando.

Mi corazón se paralizó. Busqué a tientas mi teléfono, mis manos temblando. La pantalla estaba rota, pero aún funcionaba. El video más popular en todas las redes sociales era de él. Alejandro Navarro.

Estaba de pie en un podio, flanqueado por el sello de la FGR, su rostro grave y resuelto. Miró directamente a la cámara, sus ojos azules fríos e inflexibles.

-En nuestra línea de trabajo, a menudo nos encontramos con gente desesperada -dijo, su voz resonando con falsa sinceridad-. Gente que hará cualquier cosa, se rebajará a cualquier nivel, para escapar de las consecuencias de sus actos. El elemento criminal no se detendrá ante nada para corromper la integridad de nuestro sistema de justicia. No seremos intimidados. No seremos influenciados.

No mencionó mi nombre. No tenía por qué hacerlo. El mundo entero sabía de quién estaba hablando. La sección de comentarios era un pozo negro de odio, todo dirigido a mí. *Puta del narco. Criminal asquerosa. Se merece lo que le pase.*

Dejé caer el teléfono y corrí. No sabía a dónde iba, solo sabía que tenía que llegar a él. Tenía que mirarlo a los ojos y oírle decirlo.

Esperé durante horas fuera del edificio federal, apoyada en su coche mientras el frío viento de la tarde me azotaba. Cuando finalmente salió del ascensor, estaba flanqueado por sus subordinados. Uno de ellos murmuró:

-Señor, Isabella lo está esperando para cenar.

Ni siquiera reconoció mi presencia. Pasó de largo, como si yo fuera invisible, y alcanzó la puerta de su coche.

Me interpuse en su camino, bloqueándole el paso.

-Esa conferencia de prensa -dije, mi voz ronca-. ¿Cómo pudiste?

Me miró, su expresión de pura e escalofriante indiferencia.

-Simplemente estaba declarando los hechos, Señorita Garza.

Mi garganta se sentía apretada, mis ojos ardiendo con lágrimas no derramadas.

-El video, Alejandro -susurré, las palabras desgarrando mi alma-. ¿Fuiste tú? ¿Tú lo filtraste?

No respondió. Solo mantuvo mi mirada durante un largo y agonizante momento. Luego, se inclinó, su voz un susurro bajo y amenazante.

-Deberías haberte quedado en las sombras, donde perteneces. Estás fuera de tu alcance.

Me empujó, se subió a su coche y se fue, el resplandor de sus faros un último insulto cegador.

Me quedé allí, congelada, mientras el frío se filtraba en mis huesos. Sentí como si mi corazón se estuviera desgarrando físicamente en mi pecho. El dolor era tan intenso, tan absorbente, que apenas podía respirar.

Entonces, sonó mi teléfono. Era la ama de llaves de la finca, su voz frenética.

-¡Señorita Sofía! ¡Es su abuela! ¡Se desmayó! ¡La ambulancia está en camino!

Mi abuela. La única persona en mi vida que siempre me había mostrado un amor incondicional. Era la matriarca, la roca inquebrantable de nuestra familia.

Corrí de vuelta a la finca, mi mente un borrón de pánico y miedo. Una ambulancia estaba estacionada en la entrada circular. Y de pie junto a ella, con el rostro sombrío, estaba Alejandro.

-¿Qué haces aquí? -grité, mi voz cruda de dolor y rabia.

Me miró, su expresión indescifrable.

-Será mejor que entres -dijo, su voz extrañamente tranquila-. Si quieres verla por última vez.

Las palabras me golpearon como un golpe físico. Pasé tambaleándome a su lado y corrí hacia la casa, mi corazón latiendo en mis oídos. La encontré en su habitación, un equipo de paramédicos trabajando frenéticamente sobre su frágil cuerpo.

Caí de rodillas junto a su cama, agarrando su mano fría y arrugada.

-Nana -lloré-. Nana, estoy aquí.

Sus ojos se abrieron con un aleteo. Estaban nublados, pero encontraron los míos. Un destello de reconocimiento, de amor, pasó a través de ellos.

-Sofía -jadeó, su agarre en mi mano sorprendentemente fuerte-. Déjalo... Sal de aquí... Esta vida... no es para ti...

Su voz se apagó. Su mano se aflojó en la mía.

El pitido constante del monitor cardíaco junto a su cama se convirtió en una línea plana, reemplazado por un único tono agudo e interminable. Un sonido que hizo eco del grito que desgarraba mi alma.

            
            

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