-Yo lo puedo llevar -contestó Panchito-. Conozco a todos por aquí.
-Bueno, acompaña a este niño. Eso sí, regresa lo más pronto -ordenó el abuelo-, para que puedas pasar tiempo con tu hermana.
-No demoro –contestó con risa entrecortada-, Bachita.
Beatriz no dejaba de admirarse por los movimientos elegantes y suti-les de su hermano. Pasaron unos segundos e inesperadamente lo vio apa-recer otra vez en el umbral de la puerta. Por lo visto, si de algo sabía ese muchacho era de abrazos.
-No tardo -le dijo estrechándola a su pecho, antes de volver a la puerta.
El abuelo Antonio cerró la puerta.
-Otra vez un niño perdido ¬-sonrió.
-Parece que afuera hay un niño que está tan perdido como yo -contestó Beatriz.
-Pronto dejarás de estarlo. Todo es temporal y conveniente, créeme.
Mientras esto ocurría, la abuela se había ausentado para ir a la coci-na. De ésta se escapaban antiguos olores deliciosos. No tardó mucho en entrar a la mesa para colocar la vajilla. Una vez estuvieron los platos y la cubertería, se sentó con las manos entrelazadas. Algo que también hizo el abuelo. Sin duda, doña Graciela era una matrona.
-Antes de comer hay que rezar -dijo-, para agradecer a Dios.
-¿Qué es lo que comeremos hoy? -preguntó Beatriz con la intriga pegada al rostro.
-Puedes llamarme abuela, si lo deseas –le contestó en tono efusi-vo-. Pavo relleno con pasas y nueces, una delicia para una ocasión tan especial como esta –sonrió.
A Beatriz se le hicieron distantes, ajenas, aquellas oraciones. Nom-brar a un Dios que no veía, en una costumbre que no recordaba, le resulta-ba inaudito. ¿Agradecerle qué y por qué? ¿Acaso enviaba la comida por en-trega? Mientras los abuelos mantenían los dedos entrelazados, los ojos ce-rrados, la cabeza reclinada, a ella le resultaban más interesantes los cua-dros y las fotografías antiguas que, en diferentes marcos, yacían clavados en la pared. En medio de esa variedad de imágenes, notó que un elegante aparador con filigranas albergaba colecciones de platos de porcelana y cu-charas brillantes de plata.
-Este mueble guarda tesoros que heredamos de nuestra familia –dijo la abuela mirándola.
-Abuela, yo quisiera que me contase algo de mí, quiero decir de mi vida, si no es mucho pedir.
Un reloj de cuerda, con una luna blanca enorme, números romanos y manecillas gastadas, dio un par de campanadas, mientras el péndulo mar-caba sin cesar el compás del tiempo, como si fuesen los latidos del corazón que se iban de modo inevitable.
-Comprendemos tu situación y quisiera contarte algo –comentó el abuelo observándola, con los codos apoyados sobre la mesa.
-Todo, en su momento, Antonio, todo en su momento -interrumpió con firmeza la abuela, con los ojos clavados en Beatriz-. Bachita, acabas de salir de una situación delicada, de la que conversaremos cuando corres-ponda. Por lo pronto, no puedes, ni debes forzarte.
-Tengo el derecho -insistió-, siento que me desmorono. ¿Necesito saber quién soy?, ¿qué hago aquí?
-La verdad no es tan fácil de asimilar. Es entendible. Eres como un minero que quiere desesperadamente ver el sol tras haber pasado por años bajo la tierra.
-Tienes que acostumbrarte a la luz poco a poco –complementó el abuelo, callándose enseguida. Como si bastase una mirada de doña Gra-ciela para saber que no dejaría que se filtrara una astilla de duda en esa pa-red que eran sus determinaciones.
-Graciela...
-Todo en su momento, Antonio –remarcó.
Aquella fue su última palabra. Luego hubo un silencio; uno de aque-llos que se devoran las preguntas, un agujero negro, de esos que se traga hasta la luz, imponiéndose sobre cualquier duda. En un solo detalle, Beatriz comprendió que cualquier cosa, la que fuera, era preferible a enfrentarse con la mirada de aquella mujer a quien comenzaba a conocer en toda su bella, contradictoria, intensidad.
-Dejaré la comida para otro momento -susurró apartando su plato de ella-, es mejor que regrese a mi habitación.
-Si quieres saberlo, alguien muy importante va a venir a verte. No conviene irte -dijo la abuela-, mejor si te quedas.
-Esto recién comienza -susurró don Antonio.
Beatriz ya había apartado la silla de la mesa, pero volvió a acomodar-se. Al verla de vuelta, don Antonio la miró fijamente y luego le echó un vista-zo al plato.
-No tienes que comértelo todo -interrumpió con su sonrisa de abuelo feliz- solo lo que te apetezca.
De inmediato se notó que algo hizo conexión en su mente: la memo-ria de un sabor le llevó a dar una probada a la comida, luego otra y otra, hasta que terminó su plato, luego bebió el vaso con un jugo amarillento y espumoso.
-Es maracuyá -reconoció Beatriz, dejando el vaso encima de la mesa-, lo recordé.
El abuelo sonrió y sacó una navaja suiza multiusos. Con la delicade-za de un cirujano, cortó la cáscara y ofreció varios trozos de manzana pica-da a Beatriz. Ella se remontó a una casa y a un árbol, a una sensación leja-na que se extendía como un velero en medio del mar de sus mapas menta-les.
-No sé por qué, abuelos, pero se me viene a la cabeza la imagen ní-tida de un parque -dijo con los ojos entrecerrados-. Es un sitio espacioso, con árboles y flores. Lo miro, como si lo tuviera enfrente: el césped cortado, verde y resplandeciente. Las bancas blancas que lo rodean. Es como verlo ahora mismo.
-Seguro es un sitio que recuerdas -susurró don Antonio.
-Espera Bachita. Tengo una idea -se iluminó el rostro de la abuela Graciela-, mientras llega la persona que nos visitará, te acompañaré a tu dormitorio para que puedas darte un baño y ponerte algo bonito.